lunes, 17 de agosto de 2009

CENA EN EL SALÓN. PRIMERA VARIACIÓN.

El salón es amplio y lleno de luz. Quizás no sea tan amplio como para albergar el ego completo del profesor de filosofía y su extensión consorte, y por eso diserta en voz alta para invadir las almas del resto de comensales. Su experiencia de los campos de Castilla, los girasoles, los cuervos y Van Gogh, es, cuando menos, petulante y aburrida.
El profesor de filosofía está contrariado, los salvajes del sur no respetan el silencio de la cena que solo él debe romper para dictar las normas de la conversación. Beben cerveza, se ríen, planean la excursión del día siguiente, hablan de sus compras, ¡incluso han discutido sin romper las relaciones de forma trágica y dramática!. Y lo que es peor sus bárbaros retoños no están en la cama como su estivilizada hija, sino comiendo macarrones y salchichas, ensuciando el mantel, llorando y sin prestarle atención.
Se le ocurre una idea genial, cómo no después de tantas obras maestras, tantas como novelas. A ver si su mujer la capta, pobre, como solo es maestra. Verita, recuerdas cómo nos conocimos, aquel quiosco donde comprábamos la guía Salvat de la música clásica, seguro que nuestros vecinos de mesa no la tienen.
Vera es hija única, ágil, rápida, lista. Llama a la dueña del hotel y le espeta, con voz segura, en tono alto para ocupar todo el salón, esta comida está muy bien, y el sitio, pero sobre todo la música, amo la música barroca que tenéis de fondo, el bajo continuo, la melodía suave, repetida, no como mi marido que ama la música romántica, esos altos, esos bajos, esas estridencias. La respuesta de la hostelera es conciliadora, está bien el barroco, pero también el romanticismo, no se puede generalizar, pero Vera, Verita, es tajante, su ofensiva continúa, pero la música barroca, ah la música barroca, el violín, el clavicordio, el adaggiio,... qué opinas cariño. Cariño contesta, contento porque otra vez la conversación cultísima, culteranísima lo ha copado todo.
Cristina que aun medita sobre la afirmación de que el pimiento solo aporta textura al plato que le ha costado más de dos horas, qué bueno es ser profesor de filosofía para categorizar el pimiento en la cola de los alimentos y poder ser grosero, invita de repente a un comensal a intervenir. Y usted, Fernando, qué opina, cuál es su música favorita.
Fernando hace un pequeño silencio antes de decir, sin duda la que les voy a cantar, y entona, con voz de barítono, la famosa, badabadum, badum, badum, badam, badero, qué es aquello que reluce..... Una vez acabada la copla, apura su vino, hace una reverencia a los sevillanos que aplauden su gamberrada y otra a los rostros lívidos de los educadores, guiña un ojo a la aterrada Cristina y se marcha a su habitación.
Esa noche mientras al filósofo le reconcomen las entrañas la salida de tono del basto huesped y la actuación de su mujer a la que culpa de lo ocurrido, Fernando termina de escuchar en su i-pod los últimos ensayos de la ópera que dirigirá al mes siguiente en Salzburgo.

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