lunes, 17 de agosto de 2009

CENA EN EL SALÓN. SEGUNDA VARIACIÓN.

El salón es amplio y lleno de luz. Quizás no sea tan amplio como para albergar el ego completo del profesor de filosofía y su extensión consorte, y por eso diserta en voz alta para invadir las almas del resto de comensales. Su experiencia de los campos de Castilla, los girasoles, los cuervos y Van Gogh, es, cuando menos, petulante y aburrida.
El profesor de filosofía está contrariado, los salvajes del sur no respetan el silencio de la cena que solo él debe romper para dictar las normas de la conversación. Beben cerveza, se ríen, hablan de sus compras, ¡incluso han discutido sin romper las relaciones de forma trágica y dramática!. Y lo que es peor, sus bárbaros retoños no están en la cama como su estivilizada hija, sino comiendo macarrones y salchichas, ensuciando el mantel, llorando y sin prestarle atención.
En ese momento, Cristina, atenta con el filósofo y escritor, no podríamos decir que más que con el resto de huéspedes, se sienta a su mesa y les pregunta sobre lo que han hecho y sobre lo que harán al día siguiente, un poco por amabilidad, un poco por saber cómo organizar la intendencia de la casa. Vera recuerda cómo conoció a su esposo, ella estudiaba filología inglesa y él filosofía, era el mismo edificio, distintas facultades, pero se encontraron en la tienda donde siempre recogía su fascículo de la Guía del Románico, editorial Salvat. Luego vinieron las oposiciones, los libros de él, su cátedra en el instituto, etc. Obvió todos sus recuerdos, salvo el de la guía subrayada, y contó a Cristina, y al resto de huéspedes, todo lo que sabía del románico. Pues hemos visto el románico aragonés, el ampurdanés, el catalán, el cántabro, el asturiano y me faltaba esta zona, porque los capiteles románicos son los mejores, y las dovelas, y los arcos, y las bóvedas, y los frescos, los retablos, las vírgenes, los pantocrátor y todo lo que hay que ver. Decía esto con la seguridad de que aquellos sevillanos no sabrían de más arte que el de Curro Romero y de más santos que de los de la cofradía de su barrio.
El filósofo miraba atento y extasiado a su esposa, merecía que él la besara; embelesado, engordaba a medida que su mujer hablaba, y su aspecto desnutrido iba tomando el de un Woody Allen feliz, satisfecho, ombligo del mundo, emperador del salón. Si no fuera por el embarazo de su esposa, esa noche la haría suya para regalarle su simiente.
Tras recoger los restos de la cena, Cristina salió al porche y preguntó a los andaluces que habían copado las hamacas, chicos, mañana qué haréis. Inma contestó, mañana tenemos trabajo, los niños se quedan con mis suegros y los cuatro tenemos que seguir con la restauración de las pinturas de San Pantaleón de Losa, pero vendremos a cenar.

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