lunes, 31 de mayo de 2010

MIS PAÍSES.

Un día me levanté gracioso y me inventé un país. Como había leído a Robert E. Howard, seguí su práctica de escoger el nombre de entre aquellos reinos de la Antigüedad que la Historia olvidó o que jamás conoció, pues su existencia se mantiene entre el olvido y la brumosa leyenda. Podría haber elegido Hyrkania, Pomerania, Northumbria o Syldavia, pero, ¡hete aquí!, y por eso de haber leído la “Reina Margot”, me quedé con Euskal Herría.
¡Qué bonito país!, con sus fronteras, sus siete provincias, su idioma, su música, su historia, sus montes, sus ríos, sus flautas y su todo. ¡Qué bonita entelequia!. Pero pronto empezaron los problemas, como no me había inventado un ejército, lo hicieron sus pobladores y comenzaron una guerra sorda y sucia, sin más sentido que el de poder sentirse héroes haciendo no sé cuantas barbaridades. Y sin más sentido que ondear una bandera que yo no había inventado.
Como ya estaba harto de este país, me inventé otro. Y como la pseudo historia me fue mal, acudí a la Historia, donde tampoco anduve fino, ya que, aunque escogí el anciano reino de Aragón, me salió otro que llamé Catalunya.
También me quedó bonito. Tenía todo lo del anterior, y más dinero, y selección de fútbol, y literatos, poetas, cantantes, historia con reyes y condes, y una bandera molona a rayas rojas y amarillas. Pero resultó un follón, no me entendía con ellos, lo que era Aragón ya no era Aragón, de repente eran varios países, varias islas, todo se normalizaba, y para mí, que soy un hombre un poco desordenado y más espontáneo, todo, todo, se me hizo demasiado.
Con dos países ya a mis espaldas, busqué el tercero, que sería el vencido, pero me salió, por azar, el de los vencedores. Supuse que era un problema de dimensiones e imaginé un país más grande, con mucho mar, mucho campo, varios ríos, montañas y valles de sobra para todos. Pero con todo lo grande que me salió, casi como Francia, la gente parecía no caber dentro. Y en un instante se me llenó de una gente rara, muy rara, que poco a poco y en silencio se adueñó del país, y pusieron una bandera que habían copiado de la anterior, aunque con muchas menos franjas. Y gritaban, ¡España!, ¡España!. Y decían que este país y los anteriores y los posteriores y los sucesivos eran y serían suyos. Y me entró miedo. Mucho miedo.
Sentí como nos inundaban el desorden, la anarquía, la desmembración; vi como nuestra vida se acababa, se interrumpía el sentido de nuestra existencia, se desmoronaban nuestros cimientos... Lo vi y corrí a la calle a contárselo a todo el mundo, quería que todos estuvieran advertidos. Gritaba y gritaba, la gente miraba como se mira a un loco y permanecía inalterada, impasible, bebiendo cerveza y comiendo pan, amándose y afanándose en sobrevivir ajena al desastre.
Y recordé que lo de los países había sido solo un invento, y entonces me desaparecieron las sombras y la desazón. Y no hallé muros de patria mía que mirar, y no hallé ruinas que cuidar y restaurar. Tan solo supe que lo real, si acaso había algo real, es ese lapso de tiempo entre nuestro parto y el viaje en la barca del viejo Caronte.

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