lunes, 30 de agosto de 2010

EL ALAMBRE

Hace años, cuando yo tenía trece o catorce, para alertarla del peligro de las drogas, le compraron a mi prima un libro con un título parecido a "La Alambrada". Se trataba de una historia alemana, sobre un niño que se introduce en el submundo del hachís y la heroína y que acababa destruyendo su vida. La historia, dura, se me hacía a cada página más angustiosa por la incesante búsqueda del protagonista de sustancias con las que evadirse de una realidad de la que no tenía que haber huido nunca y a la que ya nunca podría volver. Y yo no entendía cómo podía beber aquel chaval 20 ó 30 copas de aguardiente. Y todavía no lo comprendo.
 
Aquel impactante libro consiguió conmigo dos cosas. Una, darme una visión que, en lo fundamental y en algunos tétricos detalles, es la que hoy tengo de esa mierda de mundo. Otra, la repulsión hacia las drogas. Pero esta moneda tiene un reverso trágico, o mi prima no leyó el libro, o la sedujo. Y ha muerto enredada en esa historia, evadida de este mundo en el que ha tenido lo más caro y en el que no ha vivido, porque no ha querido, esa es la verdad. Y ha muerto con dos botellas de orujo en el cuerpo. Y todavía no lo comprendo.
 
El alambre que nos puede atar es fuerte, hay que procurar cortarlo. Si te atrapa, primero hace una pequeña herida y el rojo de la sangre y su calidez te fascinan. A poco que avance el tiempo, ese alambre, como una anaconda de metal, te ha rodeado y empieza a oprimir. Es en ese momento cuando alguien quiere cortarlo con tijeras de plata y tú sabes que jamás podrá hacerlo porque ese sufrimiento que te provocan la miles de púas, las miles de úlceras sangrantes, es un placer masoquista que no quieres perder. Y si lo corta volverás a enredarte en él. Y el ahogo llegará, y algún día las pequeñas escapadas se convertirán en la huida infinita. Y en el placer infinito. En el dolor infinito.

LA SOLEDAD DEL SOCORRISTA

Nuestro socorrista está triste. Como cada día, la silla en la que se sienta para velar el baño de esos privilegiados vecinos se ha amoldado un poco más a su figura y su asiento se convierte en una pequeña prisión. Es difícil levantar el vuelo desde una silla de metal y nylon. A mediodía la lámina de agua es un desierto. La mira una y otra vez, hunde su mirada en ella y todo tiene un confín, nada profundo el suelo, nada lejano el borde opuesto. Hastiado de tiritas, betadines y llantos. Harto de madres que se emperifollan para bajar a esta piscina en la que no se han bañado jamás, y en la que dejan a sus cachorros para que los bañe el socorrista, sustituto eventual de la tata que los cría; mientras, sus maridos desplazan sus barrigas en la cercana pista de pádel simulando practicar algún deporte.

Nuestro socorrista está triste. Sueña con el mar, con rescates imposibles, con salvar alguna vida o curar alguna herida por mordedura de tiburón o barracuda. Y evoca el mar para olvidar que su vida pueda tener horizontes tan cortos como los de esta piscina.

EL MIRLO

En un lugar al sur de Europa, como un balcón entre fronteras, hay un restaurante llamado El Mirlo. No se trata de uno de esos sitios en los que la comida es una obra de arte, más bien se trata de comer de una forma antigua, pescados que se hayan podido pescar por los dueños, verduras y frutas de una huerta cercana y poca elaboración. Como mucho un poco de aceite y harina para freír; ajo, aceite, vinagre y perejil para aliñar y poco más. La esencia de este sitio la corrompen unos helados industriales, un botellero con bebida y destilados del Norte de Europa y algún que otro artefacto de plástico.
Desde la terraza del Mirlo se ven África, barcos con rumbo indefinido, cruceros de los que se adivinan las risas y el horterismo, y se sienten los miles de vientos que han soplado desde que el mítico Hércules deambulara por aquí en busca de algún atlante con el que pelear.
El horizonte que se observa desde El Mirlo es curioso. Como en La Gioconda, la línea del cielo tiene a izquierda y a derecha de una palmera que en la más absoluta verticalidad rompe la vista, dos niveles distintos. Un mar de azul claro, de gastado, es unos centímetros más bajo que el otro mar de tono más agresivo, de olas más ruidosas; la palmera, como un milagro, corrige ese defecto. Este año, las lluvias torrenciales tumbaron la antigua palmera y quedó el desnivel al descubierto como una herida en el cielo. Las autoridades se apresuraron a plantar otra palmera en el mismo sitio.

EL JOROBADO

Johnny, el jorobado, camina tieso como una escoba. Erguido, siempre de un negro riguroso, alto y altivo como corresponde a un renacido.
A Johnny, el jorobado, le cargaron el asesinato de un pastor. Fue por culpa de Billy, el tartaja, quien había visto el crimen, pero que no tuvo tiempo de largar que había sido John, el cazador, y no Johnny, el jorobado. Apenas, es un decir hablando de Billy el tartaja, había pronunciado John y empezado a decir el cazador, ya estaban los de la Brigada aplicando la ley de Lynch a Johnny. Los presentes dicen que el chasquido fue como el de un árbol que rompe un rayo. El caso es que después de colgarlo y oír el ruido lo dieron por muerto y lo descolgaron, juran que por misericordia; aunque el barbero cuenta que fue porque el tartaja pudo completar su confesión y necesitaban la cuerda para colgar al cazador. Cierto es que, desde ese día, a Johnny, el jorobado, no le cambiaron el mote por pereza.
Una vez vino un matasanos del Este a hablar con Johnny para que le contara lo ocurrido. Le prometió que le daría un porcentaje de los beneficios que obtuviera de su método para curar deformidades. Johnny oyó poco después que al matasanos lo mataron tras siete intentos infructuosos de enderezar la naturaleza con el resultado de cinco jorobados fiambres y los otros con un corbata de cáñamo en su piel de por vida.
Johnny, el jorobado, camina tieso como un escoba y cada vez que se topa con Billy, el tartaja, le paga unos tragos de whiskey. A la salud de Charles Lynch, el virginiano.

SOBRE LA TRISTEZA

Hay personas que saben llorar. Otras personas tienen que llorar.
 
Desde niños algunos han aprendido a identificar los momentos en los que deben abrir los lagrimales y soltar la carga. Saben hacerlo delante de un público que se emociona y se conmueve con ellos, saben soltar su pena con las lágrimas, enjugar su tristeza y acabar con ella de sopetón.
 
En la intimidad, a solas, lloran otros a los que la tristeza ablanda el alma y el ánimo. No saben por qué lloran así. Su llanto es desconsolador, sordo, triste... desgarrador. Con las lágrimas se va diluyendo parte de su espíritu y esencia y van adelgazando, no la materia, no la carne, sino esa parte de nosotros que nos hace ser nosotros.
 
Yo no sé llorar, me sale muy de vez en cuando y a destiempo alguna lágrima traidora, pero no sé llorar. En su lugar, en el del llanto, la pena me entra como un ligero goteo de mercurio negro y oscuro, pesado, fluido, inabarcable. Esta tristeza se queda dentro, no sale a pasear en mis actos, pero como está en mi interior, contamina todos mis pensamientos y mis deseos. Y no sé si uno de mis deseos es llorar. O aprender a llorar.