miércoles, 13 de octubre de 2010

CAFÉ.

Siempre llueve a destiempo. Y llovía aquel día que ella estrenaba sus botas de ante. Y pensaba en los dos tópicos que siempre le recordaba la lluvia, " Llueve como en una mala novela". Y en el otro, indescifrable, "Era de noche y, sin embargo, llovía". Llovía aquella tarde en la que se citaron y cuando le cogió la mano y cambió el tono de su voz para contarle:

"Sabes que te amo. Lo hago con pasión desde nuestro reencuentro. Me has hecho sentirme viva de nuevo, quererme, ilusionarme. Pero sabes que ahora me siento comprometida, que no puedo abandonarlo todo. Ni abandonarlo a él, ni abandonar a mis hijos. No me importan ni casa, ni dinero, ni trabajo, tan solo estar a tu lado y sentir tu piel. Pero no estaría contigo si me voy ahora. He de romper con esta vida que llevo sin hacer más daño.

Nos queda poco tiempo para poder amarnos como yo quiero amarte, y ansío tener fuerzas para hacerlo antes de que se acabe nuestro tiempo.

Déjame ir. Te llamaré en cuanto esté lista para tomar un café. Será nuestra contraseña."

Años más tarde volvió a aquel lugar con sus hijos, ahora convertidos en abogada y médico. Mientras la madre se ausentaba con la excusa de saludar a una antigua conocida, su hija pateaba por debajo de la mesa a su hermano:

- ¿Qué le has hecho a mamá? Está llorando como una magdalena. ¡Eres el mismo bruto de siempre!.

- Te juro que no le he hecho nada. Ha sido mientras estabas en el servicio, vino el camarero y le preguntó: ¿Quiere café?

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