jueves, 4 de noviembre de 2010

¿POR QUÉ CORRER?, ¿POR QUÉ CORRO?.

Desde hace unos años yo sentía el inicio de la Navidad corriendo en la media maratón que va de Sevilla a Los Palacios. Allí me recogía Felipe y después nos íbamos a comer juntos. Hoy, mi lesión de menisco me tiene aquí sentado. Pero no he podido evitar estar atento para oír esta mañana el disparo de la salida y soñar con que, de haber corrido, podría haber bajado mi marca. Por supuesto, hoy no hay nada de eso y me siento apartado. Apartado incluso de la Navidad.

Y es que, en ocasiones, la afición, cualquier afición, si bien no es el motivo principal de vivir, sí constituye un aliento para dotar de sentido y gozar el resto de la existencia. Lo curioso es que los aficionados a correr parecen gozar con el sufrimiento. Correr implica sufrimiento y sacrificios, en realidad, correr es un pequeño tormento. Pero no puedo vivir sin esta afición. Y no soy masoquista.

Gracias a Tello he descubierto que vivo tres vidas y que estas tres vidas confluyen en una carrera. De Fernando lo había aprendido en su vertiente latina, la vida posible, la vida que uno puede llevar, la vida que uno quiere llevar. Posibilitas, capacitas, voluntas. Y creo que aquí está la clave del placer que encuentro corriendo, en que, sea a la velocidad que sea, tengo la ilusión de convertirme en auriga a la vez de mi pasión y de mi cuerpo.

Al iniciar una carrera paso casi siempre por varias fases. La inicial es la más peligrosa, en la que uno se plantea el sentido que tiene levantarse temprano, soportar el lento despertar de los músculos, la pesadez de piernas y la hora, hora y media o dos horas que esperan. Si se supera esta fase, se entra en otra fase de carrera mecánica. Suele ocurrir a partir de los diez minutos, el cuerpo pone en marcha un automatismo y marcha por sí solo. Es la fase más productiva para la mente si se marcha tranquilo, es en la fase en la que se limpian los miles de problemas, las malas ideas, y es en estas fases donde han nacido la mayoría de las entradas de este blog. Y la fatiga aparece de dos formas, en la mente o en el cuerpo. Si son las piernas o el pecho, incluso el costado, y la mente está limpia es capaz de vencer este cansancio. Si es la mente, ¡peligro!, la voluntad ha de vencer a la mente, y solo a veces lo consigue.

De otra forma, y haciendo una analogía con las tres vidas, la vida real, el ejercicio, la carrera, es un esfuerzo de desgaste necesario para poder vivir las otras vidas. Aquí es donde se expanden las posibilidades innatas de cada uno. La capacidad natural, la fisiológica, es la que aflora en la segunda parte de la carrera; en la planificación, en la forma en la que uno decide entrenar es la vida que uno desea. Claro, que esta es una interpretación muy personal y muy posible. Otra interpretación podría hacer un paralelismo entre las fases por las que yo paso en un entrenamiento y las tres vidas.

El trabajo. La vida pública.

Imagínese el lector un día cualquiera. Trabajo, casa, obligaciones familiares y una necesidad, correr. Y llegado el momento del relax, llega la decisión de salir a la calle, de calzarse las zapatillas y entrenar. O la mañana del domingo en la que con el amanecer se inicia el mecanismo, y el ritual, de la carrera larga, el de despertarse sobre el asfalto. Es cierto que cuesta trabajo, que es difícil empezar a golpear con el pie frío el asfalto aun más duro y más frío. Es cierto que cuesta un esfuerzo enorme vestirse con un pantalón corto o unas mallas, una camiseta y, si acaso, un cortavientos, y correr. Pero es, al final, algo que se hace, que se necesita y que se hace.

La vida familiar. La comodidad. las endorfinas.

Una vez superada cierta distancia, con los músculos ya calientes, uno se siente en una zona cómoda. El camino se desplaza bajo los pies, se atraviesan zonas de lluvia, de niebla, árboles, zonas de páramo, se sueña, se despeja la mente y uno no siente que corre, no nota el esfuerzo. Se corre como se vive, casi sin notarlo, dejando que espacio y tiempo pasen. Y siendo espectador.

Alguien ha estudiado esta fase, sabe que se segregan endorfinas, que todo es un doping natural, que nuestro cuerpo nos engaña para continuar la tarea. Y puede que sea cierto. No sé si alguien ha contado que en esta fase la mente se despeja, se queda en blanco y que, quizás esto, sea la verdadera meditación y el rezo.

El final. El Destino.

Sea cual sea la distancia de la carrera, algo le dice a nuestra mente que llega el final. Quede lo que quede, como en esa paradoja matemática en el que siempre queda la mitad de la mitad de la mitad de la distancia que nunca se alcanza, la meta está en el infinito. Y de golpe el cansancio nos viste, se cuelga de brazos y piernas y quiere que lo arrastremos. No se debe ignorar, tan solo saber que lo llevamos.

Para acabar la carrera, el entrenamiento, se visualiza el fin. Hay que romper el bucle de la mente, en el que, iteración tras iteración, uno se detiene y abandona, se para, se cae, y nunca llega. Si se tiene la fortaleza suficiente se puede romper el nudo gordiano y continuar. Es el auriga el que, por fin, controla el cuerpo, y los caballos desbocados de la renuncia y el abandono.

Es la vida soñada. Y estoy seguro que al hacer spinning, coger la bicicleta o echar a correr, todos, absolutamente todos los corredores y ciclistas del mundo proyectan una imagen ideal de lo que hacen. Lo que a mí me motiva me sugiere varias imágenes. Una de ellas tiene que ver con los Tour de Induráin; una es la imagen de un gigantón llamado Eros Poli, escapado, subiendo una interminable cuesta, medio atragantado con el esfuerzo, a diez minutos del pelotón y llorando como un niño porque sabía que la victoria ese día le acompañaría; otra es la imagen de un ciclista vasco, cualquiera valdría, enrolado en un equipo italiano de fuga y esprínter, que en la inmensidad de una carretera que surca una campiña verde decide tirar y probarse, y ese día la fila inacabable de corredores se pone en formación de a uno, y con el aliento cortado, las manos en el manillar y la mandíbula apretada trazan curvas detrás del rey de la carrera. La última imagen ciclista tiene que ver con el propio Induráin quien el día previo a una contrarreloj hace saltar la sorpresa en Bélgica, se escapa con un compañero belga del ONCE y emprenden una escapada por un camino flanqueado de altos árboles, en la que triunfa Johan Bruyneel para dedicar a su padre recién fallecido. En estas ensoñaciones no me llama la atención el triunfo, sino el esfuerzo que marca la voluntad y se impone a la del resto de ciclistas, pero por encima de todo, a la del corredor que tiene fe en sí mismo y sabe sacrificarse.

Es cierto, todas las imágenes vienen del ciclismo, y si no digo la imagen más certera en la que me inspiro es porque tengo la sensación de que cualquier corredor, cualquier soñador, al margen de cualquier victoria, de cualquier marca, busca en esencia el viaje, el del mohicano que corre detrás del ciervo, el de Bikila descalzo en Roma, el de Filípides en la llanura de Maratón… el de ser un carro de fuego.

Amanece. La música de Vangelis se impone sobre el ruido de un pequeño oleaje y el de las gaviotas en la playa. Un rítmico chapoteo se adueña de la escena. Junto al mar, al eterno mar, un grupo de hombres vestidos de blanco entrena. No hay campeón, no hay líder, tan solo un grupo unido en el que cada individuo, siendo uno y siendo motor de sí mismo, se siente parte de algo más. Los hombres corren. Junto a un mar que también se mueve en olas y mareas. Frente a un sol que se mueve constante. Los hombres corren. El hombre, el corredor, corre. Corre.

No hay comentarios: