Obertura.
Un teatro veneciano resplandeciente de pan de oro. Barroco, ampuloso y a la vez equilibrado. No posee patio de butacas. Los palcos se alzan hasta una altura insondable. Y, en el mejor lugar de este recinto, estoy yo, vestido a la italiana, con el pelo largo y coleta.
Every valley shall be exalted.
Un serio señor, alto, gordo, de barba negra se centra en la escena, tras él gruesos telones rojos. Inicia el canto y todo el teatro se llena con su voz. Canta y vibra y con él vibramos. Emana una contagiosa alegría, la de un padre orgulloso, ha nacido su hijo.
Aleluya.
Me fijo en los espectadores, ángeles, querubines como los que sostienen las bambalinas. Y cantan todos a coro junto al tenor y la soprano. Aleluya dicen, y junto a mí ascienden al cielo como enredadas en una tela de oro, las notas que me acarician, las letras que me perfuman. Y no me resisto, me elevo con las notas, me dejo acunar, me mezo. Y me siento elevado.
Y me siento otro.
Es El Mesías.
Es Navidad.
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