lunes, 31 de mayo de 2010

SUEÑO DE UN VIERNES. EL ABUELO.

(Dedicado a los que provocaron mi insomnio tras este sueño. Ellos saben quiénes son)

El paisaje es frondoso, no de un llamativo verde, de uno más bien apagado, el propio de un lugar mediterráneo. La casa es pequeña, acogedora, blanca por fuera, que es lo único que puedo ver. Hay un emparrado que da sombra a la parte delantera de la casa. En la sombra, un hombre se sienta a una mesa de basta madera. El hombre es delgado, alto, con el cráneo muy cuadrado, con una coronilla limpia, sin ningún pelo, sin ningún lunar. El hombre es mi abuelo.

Camino hacia él con una botella de vidrio verde, perlada de gotas de agua fría, llena de vino blanco. Lo beso como si lo viera a diario y me siento a la mesa.

- Abuelo, ¿por qué has venido?.

- ¿No querías hablar conmigo?.

-¿Yo?.

- Claro, ¿quién va a ser?.

- ¡Ah!, ya sé. Abuelo, ¿existe otra vida?.

- ¿Pero tú eres tonto?. Tanto tiempo sin verme y me preguntas por eso. Mira que si seguimos así me iré. Por favor, hijo, hablemos de amor, que es lo que me ha traído aquí. Y lo primero, sirve ese vino que traes.

Sirvo una copa. El vino desprende un aroma a jazmín y a lluvia. Oro transparente. Le entrego la copa a mi abuelo.

- ¿ Y tú?

- Yo no bebo. No me gusta el alcohol.

-¿Que no bebes?. Hijo, en tu época estáis atontados. ¿Cómo vas a amar si renuncias a los placeres de la vida? Debes beber vino para que tu alma conozca tus sentidos, debes dejarte embriagar por los licores que enardecen el espíritu. Y aprender a dominar el demonio de la botella. No te fíes nunca de un hombre que no prueba el alcohol. Bebe, por favor, bebe.

Obedecí. No solo descubrí que aquel era el vino con el que había soñado alguna vez, quizás un Sancerre, quizás un vino de la Ribera Sacra; también descubrí lo que quería decir y cómo lo quería decir.

- Abuelo, no sé qué hacer. No sé qué hacer con mi vida. Es decir, sí sé lo que quiero hacer, quiero ser feliz, pero no sé si mi camino es el adecuado. Vivo con una mujer a la que quiero. Pero no puedo dejar de pensar en otra mujer. Dime, ¿qué debo hacer?.

- Hijo, tú debes encontrar tu camino. No. No me digas más. ¿Cómo reconocerlo? No lo sé, cada uno siente de manera diferente. Sé que piensas que tu abuela y yo teníamos el amor perfecto. Es posible, pero eso no significa que alguna vez no dudara, que alguna vez no pensara en que no merecía la pena atarse. Solo cuando me imaginaba mi vida sin ella, libre, y aquel futuro se convertía en un borrón oscuro, en una soledad infinita y por anticipado, me daba cuenta no de que quería a tu abuela, sino de que la amaba.

El abuelo dio un largo sorbo al vino. Miró la copa, paladeó el licor y calló. Justo cuando iba a preguntarle algo más, siguió:

- Déjame continuar. Si dudas, si tienes dudas, imagina el futuro. Imagina a tu compañera dentro de unos años. Imagínate tú. ¿Eres capaz de hacerlo? ¿Cómo harás más daño, siendo infeliz y haciéndola infeliz o marchándote?. En el amor no hay deberes. En el amor no hay obligaciones. Pero debes saberlo, el precio por amar siempre es sufrir, aunque sea un poco.

Los dos callamos largo rato. Me di cuenta de que yo no había ido a él, ni de que él había venido a mí. Nos habíamos encontrado después de tantos años en un sueño, quizás más real que muchas vidas. Aun así quise preguntarle por los misterios del más allá.

- Abuelo,…

- Hijo, ¿no has aprendido nada? No te preocupes por la otra vida, sea lo que sea, ya lo verás. Preocúpate del amor. Solo el amor tiene sentido. Vida y amor son la misma cosa. Y ahora, antes de que me marche, dame otro trago de ese vino.

MIS PAÍSES.

Un día me levanté gracioso y me inventé un país. Como había leído a Robert E. Howard, seguí su práctica de escoger el nombre de entre aquellos reinos de la Antigüedad que la Historia olvidó o que jamás conoció, pues su existencia se mantiene entre el olvido y la brumosa leyenda. Podría haber elegido Hyrkania, Pomerania, Northumbria o Syldavia, pero, ¡hete aquí!, y por eso de haber leído la “Reina Margot”, me quedé con Euskal Herría.
¡Qué bonito país!, con sus fronteras, sus siete provincias, su idioma, su música, su historia, sus montes, sus ríos, sus flautas y su todo. ¡Qué bonita entelequia!. Pero pronto empezaron los problemas, como no me había inventado un ejército, lo hicieron sus pobladores y comenzaron una guerra sorda y sucia, sin más sentido que el de poder sentirse héroes haciendo no sé cuantas barbaridades. Y sin más sentido que ondear una bandera que yo no había inventado.
Como ya estaba harto de este país, me inventé otro. Y como la pseudo historia me fue mal, acudí a la Historia, donde tampoco anduve fino, ya que, aunque escogí el anciano reino de Aragón, me salió otro que llamé Catalunya.
También me quedó bonito. Tenía todo lo del anterior, y más dinero, y selección de fútbol, y literatos, poetas, cantantes, historia con reyes y condes, y una bandera molona a rayas rojas y amarillas. Pero resultó un follón, no me entendía con ellos, lo que era Aragón ya no era Aragón, de repente eran varios países, varias islas, todo se normalizaba, y para mí, que soy un hombre un poco desordenado y más espontáneo, todo, todo, se me hizo demasiado.
Con dos países ya a mis espaldas, busqué el tercero, que sería el vencido, pero me salió, por azar, el de los vencedores. Supuse que era un problema de dimensiones e imaginé un país más grande, con mucho mar, mucho campo, varios ríos, montañas y valles de sobra para todos. Pero con todo lo grande que me salió, casi como Francia, la gente parecía no caber dentro. Y en un instante se me llenó de una gente rara, muy rara, que poco a poco y en silencio se adueñó del país, y pusieron una bandera que habían copiado de la anterior, aunque con muchas menos franjas. Y gritaban, ¡España!, ¡España!. Y decían que este país y los anteriores y los posteriores y los sucesivos eran y serían suyos. Y me entró miedo. Mucho miedo.
Sentí como nos inundaban el desorden, la anarquía, la desmembración; vi como nuestra vida se acababa, se interrumpía el sentido de nuestra existencia, se desmoronaban nuestros cimientos... Lo vi y corrí a la calle a contárselo a todo el mundo, quería que todos estuvieran advertidos. Gritaba y gritaba, la gente miraba como se mira a un loco y permanecía inalterada, impasible, bebiendo cerveza y comiendo pan, amándose y afanándose en sobrevivir ajena al desastre.
Y recordé que lo de los países había sido solo un invento, y entonces me desaparecieron las sombras y la desazón. Y no hallé muros de patria mía que mirar, y no hallé ruinas que cuidar y restaurar. Tan solo supe que lo real, si acaso había algo real, es ese lapso de tiempo entre nuestro parto y el viaje en la barca del viejo Caronte.

LOS HOMBRES TAMBIÉN HABLAN DE AMOR

Está escrito.

Eres hombre, heterosexual, y, encima, cuarentón, por tanto, no debes hablar de amor. Tienes que ser gracioso, fuerte, trabajador, atlético, barrigón, o lo que quieras; puedes barrer, planchar, cocinar o coser. Incluso se supone que puedes hablar de mujeres. Sí, pero no hables de amor. No te escucharán. No eres creíble.

Quizás nadie haya caído en la cuenta de que muchos hombres no se han conformado con encontrar a una compañera, o de que han sufrido desamores varios y han sobrevivido a sus siete corazones rotos, o de que todavía pueden sentirse abandonados como niños pequeños por un pequeño desplante. Y es posible que nadie recuerde que en, aproximadamente, la mitad de los problemas de amor del mundo hay un hombre implicado. Raro será que alguno no dé la talla para opinar. Es un desperdicio y una idiotez. Pero el mundo, no solo el fútbol, es así.

Y si es difícil hablar de amor, imposible es decir que eres capaz de amar. No de querer, sino de estar enamorado eternamente como un quinceañero. No puedes ser el rudo vaquero, montar a caballo, y amar. Y, sobre todo, ser amado. Ni confesar que sufres, por amor. Y que mueres de amor.

… porque amores que matan nunca mueren…

domingo, 30 de mayo de 2010

TRIATLON

“Gutiérrez, ¿te echas una carrera?”. Quien decía esto era uno de los deportistas destacados de la clase, bastante parecido a Charlton Heston, mi mejor amigo de aquella época. Lo acompañaban Carranza y otros cuantos de la pandilla de  la calle Siete de Mayo. Así que dije lo que dice quien quiere hacerse hombre, sí. A pesar de que yo pesaba unos cuantos kilos más que Mendoza, y de que mi figura era regordeta. Regordeta no. Gorda.
Me preparé en el borde de la piscina mirando al otro borde que estaba, a mis ojos, en la frontera del Universo. Y cuando el padre de Mendoza dio la señal, me lancé al agua con el propósito de no hacer el ridículo. Pateaba con fuerza, hundía mis brazos en el agua con rabia, y lo hacía tan rápido como podía. Sigue, sigue, decía mi voluntad. Para, para, decían mis pulmones. Así que saqué la cabeza del agua para mirar a mis lados, y no vi a nadie. Mierda, el último. No puede ser, no puedo quedar el último. Nada, nada con más fuerza. Y lo hice. Con todas mis fuerzas, antes la muerte que el deshonor.
Y llegué. Toqué el borde. Me así con fuerza a una argolla y miré en qué posición había quedado. Para comprender lo ocurrido tuve que tomar oxígeno. Miré hacia atrás y, ni el más ligero de los demás, había cubierto una tercera parte de la piscina. Primero, fui primero. Por delante de muchos matones. Por primera vez, en algo físico, fui primero.
Ayer hice un triatlón. Los nervios de antes de la competición eran inmensos, ahora sé que se parecían a los de aquel día de septiembre de un año de los ochenta, y me los acrecentaba mi compañero, ayer por la mañana Caballo Loco. Cuando el juez gritó “gou”, como atunes en una almadraba salieron disparados miles de pies y de patadas. Yo me quedé el último, agarrado al pantalán, esperando encontrar mi momento. Y cuando lo vi, empecé a nadar, por fuera haciendo más metros, solo.  Con la cabeza metida en un agua turbia, del color del té si quiero ser fino, como caldo de caracoles si quiero ser exacto. Sin mirar, hasta que necesité tener la referencia de la primera boya. Iba fresco, nadando tranquilo, con mi mejor estilo. Piernas estiradas, pateando desde la cadera, la mano ligeramente girada, hundiéndose en el agua para empujarla hasta mi barriga y tronco extendido. Y miré a mi izquierda, los participantes boqueaban, se pateaban entre sí y no avanzaban. Yo desde mi trayectoria exterior iba más rápido y más descansado.
Todavía me quedaba un miedo en el cuerpo, el acople a mi bicicleta del siglo pasado. Con cambios por manetas en el cuadro, con rastrales. Pero, una vez me monté y tuve los pies metidos en los anticuados pedales, subir la primera cuesta fue una bendición. Y allí ya sabía que iba a terminar alegre, exultante por realizar la prueba. Hasta recuperé la sensación de desuello y ahogo de la carretera de Villarrubia que antes tanto transité en solitario. Y me congratulé por haber recuperado mi bici de aquel robo en la playa.
La carrera la hice con piernas de corcho, pero al lado de mi compañero. Corrimos bajo un sol abrasador, sobre un suelo de tierra reseca y dándonos la mano como dos italianos cabrones para esprintarnos en el último trecho. Lo justo para saber que los dos ganamos nuestra carrera y que vendrán nuevos retos. Espero que al lado de mi compañero.

jueves, 27 de mayo de 2010

LADRÓN, COFRADE, FUNCIONARIO Y DIÁCONO

(Dedicado a aquellos que no se dan cuenta de que estamos en el mismo bando)

Tú, ladrón, te has ido con honores. Tus rapiñas, tus coacciones, tus mentiras y tus chanchullos han sido premiados. El dinero que has atesorado lo guardas con avaricia, lo cuentas y lo recuentas cada noche para comprobar que podrías haber robado más. La historia se te ha acabado, y, aunque ha florecido la simiente plantada, sabes que ya no será para ti lo que tu hijo sustraiga. Y te lamentas por ello.

Tú, cofrade, has mancillado lo sagrado. Tus ansias de estar por delante de tu adorado Señor y de tu Virgen te han llenado de desazón. Castígate, fustígate, flagélate. Has pecado. Y ni siquiera las vigilias, las adoraciones nocturnas, las peregrinaciones a Tierra Santa moviéndote en Mercedes, los ayunos que hiciste comiendo langosta y cordero, te librarán, no de la condena de Dios, sino de la condena de tu propia alma negra.

Tú, funcionario, has trabajado para ti. Has montado tu oficina, tu empresa, tu pequeño imperio en este pueblo. Y te lo han permitido. Y te lo han consentido. Porque durante décadas has vendido tu firma, tu palabra, tu dudoso honor a cambio del silencio. Y has humillado, acobardado y coaccionado a los que elegías para darles un mísero sueldo. Y has sobornado y chantajeado a los que tenían que vigilarte.

Tú, diácono, te refugiaste en la Iglesia. Sí, olvidaste a Dios y te refugiaste en los brazos de la Curia. De la indecente Curia que te aceptó como a un hijo, porque tú como un fiel siervo has pagado los diezmos, porque tú como un fiel esclavo has perpetuado la doctrina del miedo y la sumisión. Porque tú has entonado el Padrenuestro pensando en el Becerro de Oro.

Yo te doy las gracias porque al irte nos castigaron. Sí, a aquellos que no quisieron unirse a tu homenaje nos castigaron como a niños traviesos con una hora más de trabajo. Te doy las gracias porque gracias al castigo celebramos tu marcha, como rebeldes, bebiendo cerveza a tu mala salud, brindando por tu adiós con la alegría de quien se cura de la rabia. Porque gracias a ti comulgamos con patatas fritas. Porque gracias a que te odiamos nos hicimos más amigos.

Yo te maldigo con la maldición que pueda enviarte este alma triste. Te maldigo pensando en que quiero que haya un Dios justo y que haya Cielo para que no lo huelles. Aunque yo tampoco lo haga.