miércoles, 11 de enero de 2012

MARTA Y EL VIENTO.

Como sabe sentarse Marta en la encimera roja de la cocina no sabe sentarse nadie. Es cierto, una magia antigua la hace apoderarse desde ese trono de la estancia. Y es posible que de la casa.

Cuando ella se sienta a ayudarnos a cocinar, el tiempo transcurre más deprisa y más despacio a la vez; Marta canta, charla, come, prueba, extiende el tomate o hurta el queso en un instante que no acaba nunca. Y consigue, desde una altura no superior a mi costado, asemejarse a un surfero distraído que desde un acantilado vigila que Eolo le envíe la ola perfecta.

Sé que su pelo de rebelde lo mueve un viento que va con ella, que ensortija el cabello rizado de Carmen y que nos mueve a Inma y a mí como a las velas de un navío que no navegará sin esa animosa brisa. Lo comprobé un día sentado en el sofá, mientras las esperaba. La casa era un remanso de silencio y de quietud, que se transformó en otra cosa desde el mismo momento en que se abrió la primera rendija y penetró su brisa.

Bóreas y Céfiro, Carmen y Marta, vientos de pequeños aguaceros y suaves brisas de primavera.

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