miércoles, 1 de febrero de 2012

WOODY ALLEN QUE ESTÁS EN LOS ALTARES.

Hay personas que somos pretenciosas por naturaleza y decimos apreciar el Arte, y solemos despreciar la artesanía. Eso suele ocurrir entre los que nos damos por entendidos en cualquier materia, olvidamos un elemento primario, el goce o el gusto, y nos decantamos por los superfluo, por los adornos, por la grandilocuencia.

El otro día pude, al fin, ver Midnight in Paris y me gustó. Se trata de un pequeño cuento acerca de un escritor que transgrede las leyes del tiempo y viaja en taxi al pasado cada noche. Un bonito cuento en un bello escenario. Una película ejecutada con la maestría de un genio que sabe, con el tiempo y el buen hacer, contar una historia.

Los comentarios que escuché sobre la película me llevaron a pensar que estoy fuera de una órbita, la de la moda. Y debe ser que haber pasado la cuarentena me permite moverme en mis propios cánones y gustos. Pero me molesta la ligereza con la que se dice que Woody Allen solo hace la misma película y vídeos de promoción turística desde hace tiempo o que a Woody Allen se le perdonan muchas cosas. Me molesta porque quienes lo dicen me recuerdan a veces a masoquistas pasados de rosca que solo encuentran placer en una nueva vuelta de tuerca, en que se retraten el peor de los submundos, las pasiones más aburridas, la música más chirriante, un mundo más feo. Y es que las pequeñas, las viejas historias, las fábulas y mil cosas como los cuentos, los poemas, las canciones, a veces bastan con que conecten con nosotros, aunque sea en una palabra o en un verso, para que sean geniales. O, quizás, y más importante, para que nos gusten.

La cámara de Allen nunca, o quizás solo en Zelig, ha sido experimental en lo formal, encuadres clásicos, planos secuencia, montaje claro y lineal. Lo revolucionario de Woody Allen ha estado siempre en el guión, en la interpretación, en la habilidad de contar siempre la misma historia, de reírse del mundo y de sí mismo y de conseguir engancharnos. Y Midnight in Paris, La Rosa Púrpura del Cairo, Acordes y Desacuerdos son pequeños cuentos que se alternan en su duda existencial, en su acercamiento y su alejamiento continuo del judaísmo, del miedo a la muerte. Son como pequeñas variaciones en una melodía madre, como una pequeña composición de jazz al estilo de Nueva Orleans.

Desde hace unos años ha descubierto un mundo fuera de Nueva York, una serie de ciudades faro a las que ha trasladado sus historias, unas veces con un acierto extremo, Londres o Venecia, Match Point o Todos dicen I love you. Otros fiascos como Barcelona. Y es que parece que como a los viejos Kurosawa y Billy Wilder ya nadie le financia películas en América. Una lástima.

Pero el astuto Allen lo sabe, sabe que lo criticarán, que dirán que está viejo, y se ríe de ellos en esta película. Ahí está el pedante. El que, sin saber muy bien lo que dice, no sabe decir si le gusta o no un vino, sino que prefiere uno con un toque más de tanino. Pues … (termínese aquí con rima).

Y yo, si fuera parisino, le daría un beso a Woody Allen. Por si acaso pongámoslo en los altares, antes de que venga Vicente Aranda y lo convierta en un actor porno o un director coreano lo martirice ante las cámaras.

Por el bien del cine.

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