miércoles, 17 de octubre de 2012

A LA SOMBRA DE MURAKAMI

En Almodóvar vivía alguien a quien llamaban el Feo Gómez. El Feo Gómez era raro. Y extraordinario. Tenía barba, una casa decorada a lo árabe, vivía con su padre y unos gatos y bebía té. Yo tendría unos tres años y medio o cuatro cuando visité aquella casa en la que no había ni un juguete.

La habitación a la que me llevaron era pequeña, tenía muchos libros y alguna que otra estrella de ocho puntas en la madera de la contraventana modulaba la luz. Allí me quedé, esperando por una eternidad algo con lo que jugar, hasta que llegó un gato y se recostó contra mí.

Mientras bebían té decidieron venir a verme. Recuerdo aquella tarde como la primera en la que no merendé. Y nos vieron a mí y al gato juntos.

- Tranquilo, decía el Feo Gómez. El gato no te hará nada, no hace nada.
- Entonces es manso, contestaba yo.

Se rieron.

- No hace nada porque es un cachorro tranquilo.
- ¿Por qué dices que el gato es manso?, ¿de dónde has sacado esa palabra?
- Hoy en Furia ha salido un caballo salvaje. Como no dejaba que le pusieran una silla, Furia se puso a su lado y el caballo se tranquilizó porque era manso, solo estaba asustado.
- Ya, pero un gato no puede ser manso.
- ¿Por qué no?, ¿por qué un caballo puede ser manso y un gato no?

Volvieron a reirse. Y yo sentí que se reían del gato y de mí. Pero no sabía como contarles el abismo en el que eso me sumía.

Al poco, mientras terminaban el té, el gato manso se marchó ajeno a su mansedumbre. No volví a verlo, tampoco al Feo Gómez.