viernes, 22 de marzo de 2013

EL SALTO

La saltadora inicia la carrera. Un pequeño balanceo de cadera hacia atrás, estira las piernas para tomar la distancia exacta y empieza una carrera en progresión. Cuando llega a la máxima velocidad, talona y se eleva. El estadio es un clamor, su vuelo es majestuoso, lento, plácido. Aterriza como una pluma, se pliega y sale del foso.

Mientras espera la medición, su corazón la maltrata, intenta romperle una costilla para salir a ver la distancia recorrida, y lo hace en un galope veloz. Pero la saltadora lo retiene. 

Mientras espera la medición recuerda los días y días de entrenamiento. Las sesiones extenuantes de carreras, el dolor que le producía la arena áspera y fría de su estadio. Las peleas con su entrenadora, las renuncias a salir, tener novio, ir al cine...

El grito del público la impulsa a mirar el marcador, 9,00 m, ha saltado nueve metros. No es solo su record, es el record del mundo, es la medalla de oro, es lo que ha deseado toda su vida. Y salta de alegría. Salta, llora, sonríe. Disfruta.

Es un mazazo, un velo negro, la noticia de que le han anulado el salto. De que una jueza ha visto que en el talonamiento ha sobrepasado por una décima de milímetro la marca. De que es posible que haya una huella impresa en la plastilina superior a la micra. De nada sirve suplicar, pedir, reiterar, repetir mil veces que una décima no es nada, que esa jueza, sustituta, no debería tener voz ni voto, que el reglamento de la competición dice que la huella debe ser clara y ratificada por todos lo jueces.  De nada sirve pedir que le resten la micra y le pongan si quieren 8,99 m. Que no importa, pero que no le arrebaten el salto, la medalla. De nada sirve.

Un aplauso la rescata del pozo en el que se hunde. Después sabría que llevaba diez minutos llorando y de que el estadio entero llevaba diez minutos llorando con ella y aplaudiéndola a la vez. Alguien  decidió cuando anularon el salto levantarse y comenzar a aplaudir. Fue uno solo al principio, después unos pocos, al rato una zona y al poco todo el estadio. Aplauden porque han visto algo único, un vuelo por encima de la lógica, por encima de la historia. Todos aplauden, incluidos todos los jueces, a excepción de la que ha anulado el salto, ahora ya ni tan siquiera protagonista.

Y Carmen, la saltadora, sonríe. No necesita la marca, no necesita la medalla. Tiene en sus piernas el vuelo y ante sí la gloria. 

UNA CHICA SUIZA

La sabia dama suiza apenas desayuna. El pan es unas veces demasiado crudo, otras pequeño y otras es un trozo de pueblo duro y áspero que no puede tragar. El café, el que no es su café, es un engrudo.

La sabia dama suiza es sabia no por suiza, tampoco por vieja, apenas es una chiquilla pero ha vivido mucho desde los tiempos en el reducto minero. Ha visto al mundo progresar varias veces, revolucionarse, alcanzar la libertad y ahora perderla; ha cocinado banquetes, ha vivido delicias, ha degustado la gloria.

La sabia dama suiza es así, espontánea, callada, sentida y lógica hasta la extenuación. Como el campo, la nieve, los prados, el chocolate y los trenes, los puntualísimos trenes suizos.

A la sabia dama suiza a veces se le escapan algunas lágrimas. Quienes están a su lado hacen que miran hacia otro lado, pero de reojo no pueden evitar mirar y ver el reflejo de una pequeña niña suiza con un armario lleno de vestidos, de una niña que recuerda a su padre, que añora los versos recitados en el francés de su alma y que sabe que quiere que el tiempo vuele. Pero que no sabe si quiere que vuele hacia adelante o hacia atrás. 

La sabia dama suiza.

lunes, 11 de marzo de 2013

IN MEMORIAM

Dos años atrás.

Convaleciente, cuando pensaba en redactar un artículo sobre el manga, sobre Akira, y tras haber releído el relato de Murakami en el que una ola gigante devoraba a un adolescente en la playa. Aquella mañana la Tierra tembló y una ola gigante arrasó la isla de Hokkaido.

Yo pensaba en Godzilla, en el terrible y, a la vez, tierno Godzilla. Nacido del desastre nuclear, enorme, gigantesco...torpe hasta dar lástima. Pero estos desastres unidos, el natural, el que arrasó la tierra y las vidas, y el que el hombre creó, la central nuclear al borde del abismo, han sido monstruos de peor especie. Se han convertido en un desastre sordo, invisible, acuático, letal. Como un espectro mudo.

Y Japón, la Tierra del Sol Naciente fue, de nuevo, pasto de la fisión atómica.


Nueve años atrás.

Aquella mañana maldije la desconexión local para hablar de noticias rijosas porque el desastre se intuía aun sin haber visto imagen alguna. La voz de los periodistas temblaba desde Atocha, cuando se creía que solo Atocha había sido el objetivo. Mi mente daba vueltas y vueltas al hecho de que, fuera cual fuera el tren atacado, tan solo dos años y medio antes, era uno de mis medios habituales en la desconcertante Madrid.

Fue inevitable elucubrar, dudar, recordar al terrorista vasco detenido poco antes en un tren portando explosivos. Inevitable recordar el once de septiembre en Nueva York. Inevitable pensar en la invasión de Bagdag. Inevitable pensar que el mundo volvía a ser un lugar lleno de maldad, dolor y horror. Fue inevitable llorar.

La melodía de un Nokia sobresaliendo de un vagón reventado nos llevaba al otro lado de la línea, a la llamada angustiosa, a la búsqueda de alguien. ¡Dios Mío!, ¿dónde estás? ¡Por favor!, ¡por favor, coge el teléfono!, ¡por favor! Y el silencio. El silencio junto al ensordecedor ruido de sierras cortando el hierro, el de los bisturíes cortando en la carne herida y el de la angustia y la muerte cortando las almas.

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Tal día como hoy, once de marzo. Y desde entonces, desde cualquier entonces, el mundo solo ha sido peor.
Y desde aquí, desde esta tierra, parece que nuestro único destino es llamar algún día a las puertas del cielo.



[...] It's getting dark too dark to see
Feels like I'm knockin' on heaven's door[...]
[...] That cold black cloud is comin' down
Feels like I'm knockin' on heaven's door
Knock-knock-knockin' on heaven's door
Knock-knock-knockin' on heaven's door