lunes, 29 de abril de 2013

AMAR LA PIEDRA INERTE.

Como en todo mal relato, aquel día llovía. Y era de noche. Pasamos junto a la Giralda, y aquel sevillanísimo, proclamó: “Si algún día se cae este trozo de cielo, yo me muero”.
En el bien del arte y de la arquitectura, esa torre no ha caído. Se han desplomado lienzos de muralla en Lugo, trozos de las catedrales de Burgos y León, han robado en muchas Iglesias, de los pórticos de muchas iglesias, han expoliado yacimientos iberos y romanos. Pero que yo sepa, la Giralda sigue en pie. Y aquel sevillanísimo no ha tenido motivo arquitectónico para dejarnos.
Y no sé si aquel muchacho habría traspasado la frontera que separa un cierto tipo de amor por la belleza, por la estética. No lo sé porque no sé hasta qué límite el amor por las cosas se puede personalizar y querer la piedra basta o pulida, la ordenación planificada, el orden de la piedra o su disposición natural como se quiere a una hija, a una amante o a una madre.
Quizás yo, frío, no soy capaz de expresar mi amor. Por eso no soy capaz de amar las callejas de Córdoba, las plazas de Sevilla, los lugares de París, las iglesias de Roma o los puentes de Florencia. Y no porque no sienta algo especial al contemplarlas, al rememorar los paseos, las vivencias. Quizás yo, frío, no sea capaz de decir lo que me emocionan El Profeta, Las Meninas, Paulo, el tapiz de Hastings, o la música de Wagner; incluso los pastelillos de Belem. Quizás yo, frío, no sepa saber si lo que siento es amor.
Y es en ese quizás, en el que soy frío, inerte como la piedra, en el que amo. En el que siento. En el que amo a mi mujer y no le digo, si algún día te caes, yo me muero.

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