miércoles, 11 de septiembre de 2013

QUEMA DE LIBROS

Si alguna vez han sentido ganas de quemar lo que han hecho, de trazar una raya que les impida volver atrás, de eliminar de su vida lo que no aporta nada, sabrán lo que digo. De lo que les hablo.
Ayer sentí unas ganas tremendas de quemar libros. No fue un arrebato de fanatismo, sino el deseo de quitar de mi vida papel impreso que no ha dejado huella memorable. En esas andanzas a lo Vázquez Montalbán me entretuve. Miré la estantería y descubrí que, más que sobrar, echaba de menos algunos libros. Sí, aunque imaginario, existía un hueco que rellenar y busqué los cómics de Manara, el fascículo de Spirit, el Elogio de la Madrastra, la Canción de Roldán, Orlando Furioso, el bolígrafo perdido, que no es libro, pero nunca se sabe. O empezaba pronto o más que a quemar iría a comprar.
Mi ayudante me pidió un criterio para escoger conmigo libros, le dije, malos o ñoños. Escogimos Irlanda de Espido Freire, Lo mejor que le puede pasar a un croissant, La Sombra del Viento, El Código da Vinci, La Hermandad de la Sábana Santa, El Tiempo de los Leones, La Historia del Chocolate, Recetas de Ensaladas, Pasta Fácil. En esas estábamos cuando mi ayudante preguntó, ese de qué va, cuál, dije yo, el de la pasta, no sé si habla de dinero o de comida, no lo sé, no lo he leído, tíralo. Asunto concluído.
Fue otra pregunta similar la que me llevó al último libro. Y este, es de cocina, o de turismo, me preguntó. Cuál, contesté con mi habitual simpatía y amabilidad, cuáaal. Este que se llama algo del sabor de la granada, ni idea de si se trata del árbol, de la fruta o de la ciudad. No lo he leído, repliqué, y fui consciente en ese instante de mi manía de almacenar libros sin leer, de todas formas, trae, dame el libro.
La contraportada traía la foto de un historiador y arqueólogo, lo que traducido quiere decir, de uno que acabó la carrera de Historia e hizo un cursillo de Arqueología. Luego el libro sería una lata, un peñazo más sobre lugares comunes, una historia familiar, vamos, de su familia, y una supuesta trama de héroes anónimos y sin recompensa. Contesté a mi ayudante,  es de cocina, de cómo sacar el jugo a la granada y de cómo hacer mermelada con ella. El idiota que lo escribió no sabe que la proporción de pectina y ácido de esta fruta impide que la mermelada cuaje.
Cuando mi amigo encendió la pira crujieron las ramas secas y los libros se entregaron a una suave incineración casi como si entraran en un baño. Las llamas se elevaron portando cenizas con tilde y coma, algunas con comillas, y las más con epítetos liberados de su forzada y siniestra condena en oraciones subordinadas. Así fue, al calor de la fogata al fin descansaron la niña triste que subía a los árboles, la pobre azteca que molía cacao y la copia del fantasma de la ópera que se perdió en Barcelona.
El problema estuvo en el último libro, duro de roer, plástico puro que no ardía pues sobre él se deslizaban las llamas, como si estuviera acostumbrado a sobrevivir escurriéndose. Solo al llegar un rescoldo a la foto del autor, prendió. Sí, pareció que allí hubiera un vacío, una impostura, y allí se alojó la llama, a carcajadas, feliz de encontrar alimento tan liviano.