lunes, 16 de diciembre de 2013

HISTORIAS SOBRE LA EXCELENCIA

Entre las muchas cosas que olvidan los pagados de sí mismos hay una que resulta fundamental para descubrirlos: la falta de perspectiva. Sí, se distinguen, entre otras cosas, por la cortedad de miras que demuestran, creen que el mundo consiste en aquello que se divisa desde su altura, lo que está en los libros que han leído, en las películas que vieron, en las noticias que entendieron. Pocos lo notan (pocos lo notamos) hasta que no nos damos de bruces contra el suelo. Y pocos dicen lo de “solo sé que no sé nada” tras haberlo descubierto de verdad. La mayoría lo hacemos por repetición, puesto que el reducido espacio que habitamos no da para experiencia que no se confirme en él y nos permita descubrir que hay vida más allá del universo que controlamos.

A finales de los años 90, comencé a escuchar el concepto de excelencia a los directivos de las grandes empresas. No buscaban ya al trabajador incansable, al hombre efectivo; la búsqueda se centraba en el hombre activo, eficiente, conocedor de su trabajo y de su mundo. Yo me imaginaba algo opuesto a lo que yo era, personas que tienen sus documentos ordenados, impresos rellenos sin un tachón o una mancha, sin ni siquiera una arruga, capaces de resolver problemas complejos sin ensuciarse el puño de la camisa, buenos deportistas, aseados, triunfadores… Sin duda esa era la imagen que querían crear las grandes corporaciones en mi generación tocada por el grunge.

Como todas las ideas que sobrepasan el mundo empresarial, esta concepción inicial se desvirtuó al saltar a la calle y vulgarizarse. Tan lejos estaba aquella excelencia casi idílica del diccionario, como lo está hoy la imagen común de la excelencia. Término al que se le ha quitado ya su estado superlativo y que se podría comparar al estilo de cuál es más o menos excelente. Término que ya solo significa que se ha hecho un cursillo o se ha leído en Internet.

Mis historias están a medio camino de ningún sitio, de cualquiera de las definiciones de lo que se entiende por excelencia. Es posible que en vez de excelencia debiera hablar de ridículo, de altanería o de pretenciosos. Pero creo que estaría también en el centro de ningún lado. Los personajes de los que hablo son personas con un alto concepto de sí mismos, al menos de cara a los demás, puesto que pueden esconder un complejo de inferioridad. Son, además, gentes que creen que el mundo que tienen a su alcance sirve de muestra para el universo entero, y que, si el tabernero que conocen es antipático, deducirán que todos los taberneros del mundo lo son. Casi todos los que han inspirado estas historias han hecho algún curso que les dice que han alcanzado la excelencia o la maestría en algo. No imagino que haya alguien, de los que se cuentan entre mis amigos, que se pueda reconocer en estos pequeños relatos ni en los hechos cuasi ficticios que se cuentan. Sí, he de aclarar al lector, bienvenido y esperado lector, que me reconocerá en muchos de ellos o en todos, en parte o en todo, y no solo como narrador y testigo sino como el protagonista. Sea benevolente juez el despistado leedor, tanto de lo literario como de los personajes, pues está avisado de que no trascenderán más allá de estos píxeles mis palabras; tampoco deberían hacerlo sus críticas.

Casi nunca explico por qué, o por qué no, nace o crece un cuento o una historia. Hoy sí lo hice. Y no fue con ánimo de dar vidilla a mis historias o de contar quiénes son los que andan detrás de las mismas. No. Me apetecía escribir una especie de prólogo, que bien podría ser un epílogo o ser notas del autor. Y, de verdad, no puedo explicar, porque no las conozco, las razones por las que en determinado instante surge una idea.

EL COCINERO GOURMAND

EL ENÓLOGO

EL ESCRITOR


(SE AÑADIRÁN LOS DISTINTOS RELATOS)

jueves, 5 de diciembre de 2013

LA TRAICIÓN.

Mi psicoterapeuta es un hombre parecido a Nemo. No se debe quedar uno con esa impresión tras pensar en su porte de marino, viejo lobo de mar, y su perfecta barba. Cuando afirmo que existe esa similitud siempre pienso en que bucea por un océano insondable e inexplorado, por más de cien mil leguas. De viaje. De conquista.

Acudí a su consulta hace poco. A veces recalo en su consulta con el ánimo de contarle mi vida sin saber muy bien de qué voy a hablar, dejando que su prospección saque a flote esos muertos que se ahogaron sin yo saberlo. Ese día no. Contaba con una angustia atroz, con mucha rabia. Y tras tomar asiento en aquel diván frente a las fotografías de un gran poeta y de un gran austríaco, F. me preguntó:

- ¿Qué te ocurre? Te veo azorado.

- Lo estoy. Estoy muy enfadado, me siento triste y abandonado.

- ¿Qué ocurre?, ¿es algo con tu esposa?, ¿es tu familia?. Por favor, cuéntame.

- ¿Recuerdas aquellos amigos que te comenté? Pues me hacen el vacío, me ignoran. Eso es lo que me ocurre.

- ¿Por qué piensas eso?. Puede que hayas interpretado mal alguna situación y lo estés pasando mal por algo que solo es un malentendido.

- F., eso lo pensaba hace unos meses. Que todo era casualidad. Pero ahora soy consciente de que todo lo que yo imaginaba, ocurre. 

- Explícamelo, pero ve tranquilo. Te vendrá bien ordenar tus ideas.

- Hace años conocimos a una pareja en el parque, I. y D., nuestros hijos jugaban juntos y de charla en charla, de columpio en columpio, fuimos estructurando lo que yo creía que era una amistad. Al poco regresó mi amigo E. de León, había estado allí trabajando durante años y su contrató terminó. Era una persona alegre, muy bien relacionada, y en momentos, prepotente. De León vino con mucha humildad, estaba aquí, sin trabajo, sin perspectivas, con una mujer que valía más que él, según decía, y con dos hijas con la misma edad que mis hijos. Retomamos la amistad, nunca perdida, pero poco cultivada por la distancia, y empezamos a salir; de vez en cuando, avisábamos a I. y D. para que nos acompañaran. Era un gusto ver como se lo pasaban los niños.
Tan solo una historia ensombrecía la relación. Cada vez que nos quedábamos con I. y D., él nos comentaba lo mal que le caía E.; su hermano había trabajado para él y decía que era un negrero con los trabajadores. Pero en aquella época, E. parecía haber aprendido a valorar lo que significaba la familia, el tiempo, disfrutar de cosas muy sencillas. I. soportaba aquella relación porque los niños disfrutaban muchísimo. Y también, todo hay que decirlo, porque E. era espléndido a la hora de salir, beber y comer. Todo le parecía poco.
E. pronto encontró trabajo. Gracias a sus relaciones, montó una empresa y comenzó a recibir contratos de la administración. Eso le hizo dedicarse cada vez más a su negocio, viajar y ganar dinero, en apariencia, mucho dinero.
Fue también en aquella época cuando me rompí la pierna. Ya por entonces quedábamos poco, pero mi inmovilización nos obligó a mi mujer, a mis hijos y a mí a pasar una temporada retirados de las relaciones sociales. Fue bonito estar juntos, pero duro renunciar a cumpleaños, comidas, cines y cualquier evento a más de cien metros de mi casa.
Los padres de D. tenían una casa junto al pantano del Bembiétar, muy cerca de aquí. Allí habíamos ido en alguna ocasión. Pero, con mi pierna rota, esclavos además de la demencia de varios familiares, no pudimos acudir durante casi siete meses. Es verdad que I. y D. nos invitaron en tres o cuatro ocasiones al principio, después de la cuarta renuncia obligada, dejaron de invitarnos.
A partir de entonces nada volvió a ser igual. Sin saber por qué había como un velo en nuestra relación. Un telón inmaterial pero verdadero, que impedía el acercamiento total. Mi mujer y yo sospechábamos que algo había ocurrido entre ellos porque la complicidad que mostraban las dos parejas era enorme. Incluso mayor que la que nunca habíamos tenido entre los demás. Pensábamos, incluso en que podía pasar algo entre E. y D., ya que E. siempre decía que D. era guapísima. Y nos reíamos imaginando algo entre B. e I., tan serios e inescrutables ambos.
¡Ojalá hubiera sido eso!

- ¿Por qué dices eso?

- Porque la realidad me dolió. De casualidad, hace poco descubrí que quedaban entre ellos y no nos avisaban. Fue una de las hijas de D. quien un día nos contó las visitas a la casa del pantano de los otros niños, las veces que habían estado unos y otros en las casas de los otros, y cosas así. Pensé que la niña lo decía de forma inocente; pero, como después de contarlo, sonreía y miraba a mi hijo mayor escudriñándolo para ver cómo le afectaba aquello, se me reveló como la forma que tiene una pequeña cabrona de hacer daño. Y de ganarse el respeto de su madre. Pensé que así era como las brujas y los demonios se ganaban el cariño de sus progenitores.   
Desde entonces fui descubriendo, cuando coincidíamos, como quedaban a nuestras espaldas, como se citaban entre ellos sin avisarnos y como el odio contenido que tenían entre ellos, de repente, se había volcado sobre nosotros. Incluso en algún whatsapp equivocado confirmé, no solo mis sospechas, sino que se reían de mí. El triste me llamaban.

- Entiendo que estés dolido. ¿Les tenías mucho aprecio?

- Sobre todo a los niños. Si me duele es por ver cómo han dado de lado a mis hijos y como aquellos a los que yo cuidé y quise como si fueran de mi familia, ahora son personas que no conozco, que no quieren formar parte de mi vida. Imagina cómo puedes explicar a unos niños que sus amigos ya no lo son. Ni lo serán nunca.

- ¿No piensas en una reconciliación?

- Eso es imposible.

Nada más decir aquello sentí una liberación enorme. Mi vida, mi singular e ínfima vida, o como decían los que antes habían sido mis amigos, mi triste vida, daba un giro. Alejaba de mí toxicidades, alejaba de mí robos de energía. F. no se había percatado de ello, pero mi vida se hacía cada vez más libre. Y, es verdad, carecía de red mi salto mortal, carecía de apoyo mi caminar. F. retomó la conversación, anclada en el silencio que proporciona un éxtasis momentáneo.

- Me habías contado en otras ocasiones como eran tus amigos, la gran lista de cosas que os separaban, y las pocas que os unían. ¿Crees que merece la pena sufrir por ellos?

- No. Está claro que no.

- Si es así, ¿qué sentido tiene tu congoja?

- Es el mismo sentimiento que se tiene cuando rompes con tu pareja. Las cosas se agotan porque no dan para más, porque lo que las construyó ha llegado a su fin. Y nos duele. Porque no pensamos en la persona que dejamos o que nos deja, sino que pensamos en lo que tuvimos, y es eso, la unión, la intimidad, el amor lo que se añora. En este caso es lo mismo, no me duele tanto que no quieran llamarnos, que hayan renegado de nosotros, que se rían de mí. Lo que me destroza es sentir que se ha perdido aquel sueño, la ilusión de algo que alguna vez fue. O pareció ser. Es esa la traición que más escuece, la que se ha hecho a la amistad. Y no puedo negarlo, siento que jamás hubo nada, que fue si acaso un espejismo por el que H. y yo nos dejamos engañar. Y ahora es como si se hubiera roto el espejo y mirara a través de la superficie que ocupaba, y pudiera pasar ahora por ese hueco. Ese mundo, el que ocupaba y creaba el espejo, se ha perdido . Esa ilusión, la de la amistad y la confianza, se ha perdido igual. El marco queda, se puede atravesar mil y una veces, pero no hay nada. Todo se ha desvanecido.

- Te entiendo, aun así sigues llorando por eso.

- Sí. ¿Acaso jamás se ha llorado por la esposa infiel que se sorprende con un amante?, ¿acaso no se llora cuando nuestro amor escoge a otro?. F., lo sabes bien, se llora la añoranza. Tanto de lo que fue como lo de lo que hubiera podido ser.

- ¿También con ellos?

- También. Y sí, no me digas que no merecen la pena. Lo sé. No me digas tampoco que los olvide. Lo haré. 

El reloj que marcaba el fin de la sesión sonó. Pensé en mis palabras, en las de F. Y, aunque yo había hablado cien veces más que F., había algo en él que me hacía descubrir mis sentimientos y manejarlos. Guiarlos a través de la tormenta. Como un bravo timonel frente a los escollos. Como el piloto de una nave.

É la nave va.