jueves, 23 de enero de 2014

ENTREVISTA AL EXILIO.

Una tienda de vinos es algo extraño en cualquier lado. El vendedor piensa que vende magia, tiempo, sol, frío y campo; unos compradores buscan la magia pero levantan humo para comprarla, la mayoría busca una etiqueta bonita o un vino con el que quedar bien con un jefe o el médico que les atendió. Muchos piensan que es un establecimiento que vende borracheras y hay unos pocos, muy pocos, que buscan seducir a alguien por primera vez. A estos, solo a estos, les aplicaba unos enormes descuentos soñando con contribuir al amor. Sé que es una decisión empresarial descabellada, que de romanticismo no se vive. Pero de romanticismo se bebe. Y mi tienda, si no valía para eso, era mejor no haberla abierto.
 
Me costó integrarme en el barrio. La calle donde abrí es estrecha y, aunque es cercana al centro, la gente no suele pasar por allí nada más que para ir o para volver de zonas más comerciales. Al menos eso era lo que yo pensaba porque con el tiempo descubrí que los dos locales anexos al mío atraían a un tipo de público al que podrían interesar mis vinos. No crean que fue por una investigación minuciosa o por una estrategia de marketing. Fue por casualidad y por un apagón.
 
Aquella mañana al encender el equipo de aire acondicionado me dí cuenta de que ni éste funcionaba ni de que tampoco lo habían hecho el ordenador o la iluminación. Constaté entonces que llevaba más de una hora en la inopia pensando en las musarañas y dejando que pasara el tiempo. Despistado natural, el día que el agente de la inmobiliaria me explicó donde estaba el cuadro eléctrico, desconecté. Por eso fui hasta la tienda vecina para ver si era un apagón general y me libraba de buscar el teléfono de un electricista.
 
Contigua a mi local había una librería, mitad de viejo, mitad anticuario, mitad de editoriales selectas. Sí, sé que tres mitades de librería no son una librería, pero había allí en aquel mundo bibliotecómano algo que hacía que su orden fuera caótico y su desorden ordenado. En ese mundo de solapes, dos más dos son un resultado incierto que, a veces, coincide con cuatro. Una mujer con cierto porte y con la elegancia estandarizada de las marcas de ropa caras, leía sentada en un sillón de cuero. Era raro que en aquel lugar, de alguna forma exquisito, sonara de fondo un disco de Julio Iglesias. Levantó la vista y me miró.
 
- Buenos días.
- Es usted el vecino de al lado, disparó. Pensé que debía ir a verle y presentarme. Al día siguiente pensé que usted era el que debía venir como un gesto de cortesía. Y así llevamos una semana. En fin, está disculpado. ¿Qué desea?
 
Aquella presentación me dejó fuera de juego, desarmado y balbuceante ante esa mujer tan segura.
 
- Hola. Siento no haber venido antes, he estado muy ocupado con la apertura, disculpe. Mire, esta mañana me he dado cuenta de que no tenía luz y he venido para ver si era un problema mío o de la compañía eléctrica. Cuando he llegado y he oído la música ya me he dado cuenta de que soy yo el que estoy sin luz.
- Pilas.
- ¿Cómo?
- ¿No conoce usted las pilas? Va a ser verdad eso de que usted no tiene luz. O luces. Mire es una radio-cd, funciona a pilas. Pero podría ser también un ipod y funcionar con su batería. ¿No se ha dado usted cuenta de que estoy a oscuras? ¡Anda, invíteme a desayunar! Nunca llevo dinero encima. Así me cuenta algo sobre los vinos mientras esperamos a que Sevillana nos ilumine de nuevo.
 
El desayuno era algo mucho mejor de lo que esperaba. A. me llevó al establecimiento que lindaba con el mío justo al otro lado de la librería. Así que yo me encontraba en medio de ambos locales y elucubré sobre si alguien que fuera hacia el centro pararía a tomar café, comprar un vino y luego comprar un regalo, o, si alguien que saliera del centro, compraría un libro, tomaría un vino y luego un café. Esta última posibilidad me gustaba, pero al vino debía añadir la opción de que el cliente comiera algo, aunque fuera una conserva, un queso o embutido, mientras hojeaba el libro y hacía tiempo para un café. De no haber sido por el incondicional público que acudía de forma regular a la librería y la pastelería yo jamás habría mantenido mi negocio. Porque pajaritos e ideas tenía. Ninguna de ellas práctica. Pero volvamos a aquella mañana cuando me presentaron a C., la dueña y alma de Pigalle. C. era de un lugar en los Alpes, de un pueblecito pequeño que nunca supo si era italiano o suizo, ni falta que le hacía saberlo, y menos a C. que vivió en España desde que tenía un año, y se sentía francesa. Tan francesa que de haberlo sabido Miterrand o D´Staing deberían haberle hecho un monumento, pero, cosas de la Historia, prefirieron el centro Pompidou.
 
C. tenía genética de relojera, sin aparente esfuerzo cuidaba de su pastelería siempre limpia y luminosa, de la carta de cafés ligeros e infusiones relajantes, de sus hojaldres, croissants, petit choux y tartas bretonas, de aspecto rudo, pero delicados de sabor, crujientes en la boca y con la fuerza de verdaderos mosqueteros o revolucionarios del 48. Aquella mañana desayuné el primero de una larga serie de croissants en la compañía de las dos, pues C. pensaba que los comerciantes de la calle debíamos conocernos, asociarnos y luchar por nuestros derechos. Creo que ni ella sabía a qué derechos se refería, pero lo importante era luchar, asociarse, y luchar.
 
C.: Usted es muy joven para tomar café con nosotras. ¿No le preocupa su reputación?
J.: ¿Mi reputación? C., por favor, estoy casado, tengo hijos, y no me atrevería nunca a faltarle a ustedes el respeto.
C.: Pero, ¿no piensa usted en que nosotras podamos ser unas asaltacunas o que digan: Mira, por ahí va ese mariquita que se junta con las viejas?
J.: Pues… 
A.: C., anda ya, no te burles más de él. Parece que ya se ha despejado con el café pero aún está algo inmaduro. J., cuéntanos qué haces aquí.
J.: La verdad es que no lo sé. Siempre quise tener algo mío, depender solo de mi trabajo, no tener jefes y producir algo. Mi ilusión era tener viñedos, hacer vino, abrir mi bodega. No tenía dinero para eso y acabé aquí.
A.: Pues acabas de esclavizarte de por vida. Un negocio propio no descansa y tú, si quieres sobrevivir, no lo harás nunca.
C.: Llevas razón, A.
 
Jamás habría sabido contestar a aquello, si es que debía decir algo. Me libró de decir otra estupidez la entrada de un cliente, que C. lo atendiera y le llevara un café solo a la mesa de al lado. Por cierto, la única que daba a la calle, junto con la que ocupábamos, de las cinco del local. Así pude ver que se trataba de JM Tarrés, el cantautor. Tarrés debió sentirse molesto, tan expuesto  a los transeúntes que pasaban y giraban su cuello en posturas que intentaban ser disimuladas y acababan en dislocaciones de vértebras, que se mudó a la mesa más alejada del local.
 
J.: ¿Habéis visto quién es?
C.: Sí. ¡Qué maravilla! En mis tiempos había una canción suya que me gustaba mucho. “La noia de la vall”.
A.: Pshhh. Ni vendió nunca mucho, ni vende ahora.
J.: Hombre, A., a usted parece que no le gusta pero es bueno.
C.: ¡Tanto como bueno!. A ti te gustarán los cantautores, pero este salvo aquella canción, poco más se supo de él.
A.: Fíjate. Viviendo del cuento. Al fin y al cabo un comunistilla burgués que tiene más que nosotros tres juntos. Con lo mal que canta.
J.: Lo de comunista ya no lo sé. Sé que ha apoyado mucho a los socialistas, que ha tenido problemas con los nacionalistas catalanes porque se ha pronunciado en contra de la independencia, que no quiere a la derecha, ni la derecha lo quiere a él, que fue un exiliado…
A.: ¿Un exiliado?
J.: Sí, se exilió, si no recuerdo mal en septiembre del 75 en sudamérica.
A.: Mira, dijo condescendiente, no te creas esos cuentos. Eso seguro que fue una maniobra para vender más discos en aquella época. A saber si fue exilio o una gira por allí. O que tenía un lío.
C.: Pues yo no recuerdo nada. Y eso que en aquella época estaba muy al tanto. Si estuvo fuera fue una “boutade”. En aquella época todos gritaban Viva la libertad, para hacerse los progres. Pero lo hacían cuando Franco ya estaba muerto y sabíamos que iba a llegar la libertad.
J.: ¿Franco muerto en septiembre del 75? ¿No fue en noviembre?
C.: Lo mantenían vivo con mil máquinas. Todos sabíamos que estaba muerto. Y que iba a llegar la democracia.
J.: ¿Seguro?
C.: Seguro. Si hasta los comunistas campaban por aquí a sus anchas.
J.: Está equivocada. ¿Qué se apuesta?
C.: ¿Respecto a qué?, no has dicho nada sobre lo que estamos apostando.
J.: Una apuesta es una apuesta. No importa por lo que se apuesta sino lo que uno está dispuesto a arriesgar.
A.: Es imposible J. que tú lo sepas. No puedes tener recuerdos de esa época. El libro que estaba leyendo cuando llegaste contaba parte de esta historia, de como Franco, después de ganar la guerra cívil del 34 al 39, fue una marioneta de las camarillas que tenía alrededor. ¡Con lo bien que lo había hecho!, si se hubiera ido en el 40 habría sido perfecto. Pero todos dejaron tirado a Don Juan una y otra vez. Desde su hijo a los americanos, pasando por los ingleses.
 
En aquel momento, volvió la luz. Y fue providencial porque en mi interior nacía una enorme congoja que podía despertarse en un estallido de ira.  La necesidad de atender nuestros negocios nos movió. Y todos nos pusimos en marcha hacia algún sitio. El artista había pagado y salido unos instantes antes. 
 
Aquella tarde, me sorprendí cuando Tarrés entró en mi  enoteca, nombre con pretensiones, pero tan atractivo como vacío. Dio una vuelta entre las estanterías, cogió alguna botella, leyó las etiquetas, observó algunas de las latas y vino al mostrador.
 
T.: Buenas tardes. Estoy buscando un vino del Priorat, Sam Terinep. ¿No lo tiene?
J.: No, lo siento.
T.: ¿Y algún otro de esa denominación?
J.: La verdad es que… No lo sé. Llevo con esto abierto una semana y no sé muy bien que es lo que tengo. Fue un distribuidor el que me proporcionó el vino.
T.: ¿No sería David Alonso?
J.: Sí. Ese es mi distribuidor.
T.: Entonces, permítame un consejo, déjelo. David es muy trabajador, sabe a la perfección cuánto deja una botella, qué bodegas permiten un mayor margen, cuáles aparecen en la prensa y se venden mejor. Pero no le gusta el vino más allá de la mercancía. A usted lo veo distinto, aunque solo sea porque casi le ha regalado esa botella de Marboré a la chica que quería sorprender a su padre. No sé si ha sido porque quería que ella se sintiera bien ante su padre o porque a usted le ha gustado la chica. En cualquier caso es un romántico.
J.: Podría ser cierto.
T.: Y de izquierdas.
J.: ¿Cómo lo sabe?
T.: Esta mañana ví su cara cuando hablaban de Franco. Y escuché la conversación. Es lo que tiene ser músico, sin un buen oído no se sobrevive. Y yo ya paso de los 70.
J.: Discúlpeme. No quería importunarle. Pero sepa que es usted una referencia para mí. He crecido con sus canciones. Y mi mujer en sus primeras cartas me copiaba las letras de algunas para expresarme lo que sentía. Por eso no pude dejar de hablar de usted.
T.: Está disculpado. Y no crea que no siento cierta vanidad en conocer lo que me cuenta. No sabe lo que es imaginar algo, darle forma y perderlo en los recuerdos y en las vivencias de los demás. Es una forma de sentirme muy mayor. O muy joven.
J.: ¿Me permite que le regale algún vino?
T.: No. Pero puede hacer algo por mí. Coja dos copas, sírvame un poco de ese P.X. de Montilla y beba conmigo. No se preocupe, podemos abrir este turrón que he comprado. Blando, como me gusta. Almendra, azúcar y uva dulce madurada.
J.: Si le parece bien voy a cerrar la puerta, no quiero que le molesten.
T.: Sí, cierre. Tampoco le deben molestar a usted. Tiene una apuesta que ganar.
 
Antes de emprender cualquier otra conversación, Tarrés me habló de la importancia de que tuviera muchas referencias sobre los vinos que vendía. Tenerlos catalogados por regiones, por denominaciones, por tipos de uva, por cualquier referencia que me fuera útil. aconsejar a los clientes con qué tomarlos y dónde tomarlos, venderles el vino y la situación. Y, sobre todo, probarlos antes, conocerlos. Me dio el nombre de varios distribuidores, me enseñó a pedirles siempre una botella para probar antes de comprar un lote, y me aconsejó no atarme en exclusiva a ninguno. Uno no puede atarse al humo y es humo lo que vendemos.
 
J.: Caballero, es ahora cuando llega su turno. Le agradecería que me entrevistara.
 
Yo jamás había entrevistado a nadie, hasta ahora no lo he vuelto a hacer. Y no sé cómo lo hice. Si no salí airoso, salí, al menos, enterado.
 
J.: Señor Tarrés, ¿se considera usted un privilegiado?
T.: Claro, no podría ser de otra forma. He vivido mucho y he vivido de la mejor forma que he podido de una profesión que amo. Mi compañera de viaje está conmigo, tengo tres hijos que me colman, y un puñado de amigos que me aprecian y que yo aprecio. Además, he tenido la suerte de que este trabajo me ha permitido viajar, expandir mi mente, despreocuparme de lo material porque ganaba lo suficiente para poder ayudar a los míos. Me siento afortunado en ese sentido. Me siento muy mediterráneo y estoy seguro de que algún césar habría envidiado mi mayor fortuna. Poder vivir y gozar.
J.: Pero, se le acusa a usted de abandonar sus raíces.
T.: Eso lo dicen los necios. Los que creen que solo se puede cantar o hablar en una lengua, los que creen que solo se puede amar a un país, los que me quieren imponer lo que sentir. No sé cuántas canciones he escrito, pero sí le puedo decir que cada una nació de un sentimiento y nació libre para ser en catalán o en castellano. No creo que a mí se me pueda reprochar nada de eso. En el año 1968 querían que tradujera un éxito mío de aquella época al castellano para cantarlo en un festival internacional. Me negué y aquello me costó no solo perder los derechos sobre la canción y regalársela a un par de niños bien que cantaban. También un veto en TVE que duró hasta el año 1974. No crea que fue fácil aquella época. No es que nadie se metiera conmigo o mi familia, no, es que dejé de existir. De repente viví un ostracismo tremendo en este país. A pesar de eso, y gracias a eso, seguí cantando, sonando en las radio fórmulas no oficiales, organizando conciertos con mis compañeros de viaje en recintos semi clandestinos, y lo hice en catalán. Y en castellano, que no lo olvide nadie. Son mis dos lenguas.
Recuerdo cuando volvimos a TVE. Fue en 1974, un concierto que organizó la TVE de Cataluña, solo para Cataluña pero aquello fue un triunfo. Fue un acto de reivindicación de la libertad. De la mía. A hacer lo que quisiera. A expresarme. Al día siguiente los periódicos en vez de hablar de aquello, se dedicaron a hablar de un hijo mío al que hicieron mucho daño. Mi hijo nació de un acto de amor fuera de ningún matrimonio; su madre y yo no podíamos estar juntos, pero yo a él lo quería, lo amaba. Le hicieron ver que era algo ilégitimo, que sería siempre alguien sin padre. La prensa del Régimen nos martirizó. Siempre pensé que fue una venganza por el concierto de Poble Nou.
J.: Sin embargo, no manifestó usted aquí en España ninguna animadversión al Régimen.
T.: No soy un loco. Soy un hombre común y tengo miedo. Imagino que como usted. Además como buen catalán soy práctico. De haber alzado la voz más de la cuenta habría tenido en mi contra, no solo a la censura, sino a la Secreta. Que no se crea que no me tenían enfilado, pero yo no les daba oportunidad. Mis discos en catalán se vendían como, no recuerdo bien, pero era algo así como literatura en otras lenguas romances. De haber sido un loco jamás habría salido adelante. Todo lo que decíamos lo enmascarábamos, lo cubríamos de mil velos, tantos que era difícil hasta encontrar el sentido político a las canciones. Pero tenía ganas de gritar, de pedir voz y puño en alto muchas cosas. Pero me contuve. Y si usted me dice que mis canciones han acompañado su vida, doy por bien calmado mi ímpetu.
Yo no pude salir de España hasta 1975. Fue una gira por sudamérica. Imagine la época, la asfixia de vivir encerrado en este país que tanto olía a rancio, la libertad de América, los vientos revolucionarios, el Ché, los montoneros, el Gobierno de la República en Méjico… Allí teníamos vetada la entrada los españoles, pero en el aeropuerto de Ciudad de Méjico hablé. Me manifesté en contra de España, de aquella España de militares y silencios, de censuras… y de fusilamientos. Sí, me manifesté en contra de la pena de muerte. Y el presidente de Méjico llamó de inmediato y ordenó que me permitieran la entrada en el país. No pude imaginar que acabaría viendo allí once meses. Y no olvidaré nunca el 27 de septiembre de 1975.
J.: Dicen que todo es un invento suyo, que se autoexilió y que no había motivo para hacerlo. Casi que fue una maniobra de promoción de Pel de Maça.
T.: Le responderé a todo. Casi todos los exilios son autoexilios porque son voluntarios, lo otro son destierros. Uno escoge un camino frente a una disyuntiva, vivir en otro país sin amenazas de cárcel o muerte o vivir en el suyo con la certeza de que algo terrible va a pasar. Sé que dicen que tan solo me enfrentaba a una multa o que solo tendría que haberme retractado. No es verdad, el 12 de octubre la prensa española se hizo cargo de la noticia. A partir de entonces, los diarios Pueblo y Arriba empezaron una campaña de desprestigio contra mí. Eso era natural, que pidieran que no volviera más, que trocaran mi nombre Joan en Juanito, como puede imaginar sin ninguna intención cariñosa, que se solicitara para mí una condena ejemplar. Eso casi fue lo de menos, lo peor fue saber el cerco al que sometieron a mi madre. El que la invitaran a renegar de mí. Y estar yo lejos y sin posibilidad de comunicarme.
El día 11 de octubre se dictó orden de busca y captura contra mí. De haber pisado España mientras estaba vigente habría significado la cárcel. Y no quiera saber lo que la cárcel, aunque fuera por un día, significaba en aquella época. De una buena tunda no se libraba nadie. Y no crea que exagero. En lo que restó 1975 fueron ejecutados 17 presos en España a pesar de tener la presión de la comunidad internacional en contra. No quiero hablarle de desapariciones, intimidaciones o ataques en los domicilios de los rojos. No, no fueron años fáciles aquellos. Y no estaba muy claro qué iba a suceder. No, no lo crea. Había mucho miedo.
Y el disco…un fracaso. El Régimen lo secuestro de facto, impidiendo la distribución y la publicidad, aunque no la venta. Solo después del 20 de agosto de 1976, cuando pude regresar, se empezó a vender bien. Y no crea que no me arrepiento de aquello. Mi padre estaba ya muy enfermo y no sé cuánto contribuyó mi ausencia.
J.: ¿Se arrepiente de algo más de aquella época?
T.: Claro. Por un lado antes de vivir en Méjico había pasado una época en Argentina y me enamoré de una montonera guapísima, un verdadero encanto. Recuerdo su voz dulce, su acento embriagador, su energía sin fin. Ella me abrió a otra visión del mundo, la de la lucha activa. Me presentó a mucha gente, incluido un dibujante llamado Oesterheld. En Méjico ayudé a los montoneros con una canción, les regalé un himno. Esa canción ahora no quiero volver a oirla. Hace poco, un artículo hablaba de ella , de la canción, de Marie. Piensan que es porque ayudé a los montoneros, les guardé dinero, los cobijé en España. Se equivocan. Es porque escuchar algo de aquella canción me duele. Es cierto que les ayudé y de eso no me arrepiento. Me arrepiento de no haber sabido explicarles a Marie, a Oesterheld, a tantos de aquellos muchachos, que estaban en peligro, que la policía de aquí los había fichado y pasado los datos a la de allí. Oesterheld preparaba una biografía del Ché, otros algún acto subversivo, Marie salía a tomar un café. Desaparecieron. ¿Lo entiende? De un día para otro se fueron y jamás regresaron al hogar, al trabajo, a la historia. Los lloramos sin saber si su fin había sido rápido o lento. Quisimos imaginar que fue rápido teniendo la certeza de que fue doloroso.
Me arrepiento de no haberlos ilustrado en el miedo, de instruirlos para adelantarse a la maldad de los asesinos. En no mostrarles el camino de la huida. Del exilio.
No sabe usted lo duro que es exiliarse, aunque el exilio sea un exilio hacia el propio interior. Es renunciar al mundo, a la vida. Renunciar a ser un héroe. Renunciar a tener la paz que tienen los que luchan, porque desde cualquier exilio, aunque se luche, se vive en la derrota. Y sí, puede parecer una cobardía huir. Pero no crea que fue fácil. No lo es abandonar la tierra. No lo es dejar atrás los amigos. Y no lo es pensar que uno se ha librado mientras los demás no pueden. Yo me acordaba mucho de Víctor Jara, de su desaparición, y me veía así. Puede que nunca hubiera pasado, pero yo, no volviendo, evité que pasara.
Y a veces sueño con Marie. Y en el sueño me contento con despedirme, darle un beso en la mejilla y desearle buen viaje. El que no tuvo.
J.: Pero no podría ser toda la historia una falsedad, una invención. Dicen que ahora se reescriben la Historia y las biografías con mucha facilidad y que conviene ser un abanderado contra la dictadura.
T.: Podría. Pero ahí están las hemerotecas, los periódicos, el Registro del Ministerio del Interior. Es tan fácil como entrar en la hemeroteca digital de ABC. No busque portadas, nunca me ha considerado tan bien.
 
Tarrés se levantó, me dio la mano y se despidió. Parecía llorar y no quise decirle nada. Tiempo después recibí dos cajas de Sam Terinep y me enteré de que él era el propietario de la bodega que las producía. Era un motivo más para tenerle estima. Nunca intenté cobrar el pago de la apuesta. Me bastaron para saborear la victoria pequeños sorbos de aquel tinto y alegrarme de que todo lo que podía haber sido a partir de noviembre de 1975 hubiera derivado en que yo tenía una tienda de vinos. Entre una librera de derechas y una pastelera que merecía ser francesa.
 
 

 

Sobre la canción montonera