miércoles, 12 de febrero de 2014

TENGO FRÍO.

Sobre la arena húmeda y fría la bota de un soldado es como una prensa sobre el corcho. Cruje ahogadamente y marca una impronta perecedera. Solo si la prensa combina la presión ejercida con una duración mayor, la marca se convierte en permanente. A la huella del soldado la borrarán el barrido de una ola, la lluvia o el peso de la propia arena. Pero esto es sobre la arena. Piense, por un momento piense, en que la bota se posa sobre usted y vea como la huella permanece para siempre en su corazón.

Es la frontera. Una frontera. La mano de un hombre, de este hombre, es negra. Digamos mejor, la mano de este hombre es negra como el resto de su piel. Pero afinemos más. Una mano negra se ase a una roca en la frontera, pertenece a un ser al que algunos no consideran un hombre porque su piel es negra. O eso se dice porque también podría pensarse que a este hombre no se le reconoce como tal porque es pobre y vive, esto sí que es un decir, al otro lado de la frontera.

El objetivo está claro para el soldado. El intruso no puede pasar, no debe pasar, ha recibido esta consigna. Y tampoco le conviene al soldado que pase. Le causará muchos trastornos; recogerlo, intentar entenderse con él en alguna lengua ignota, con suerte en el argot de la frontera, custodiarlo hasta algún hospital, darle de comer, alguna ropa y devolverlo al otro lado. Su turno acaba en hora y media. Imposible. No puede pasar. ¿Quién verá si una bota negra pisa una negra mano en la negra noche sin luna? ¿Quién reprochará que emprenda una acción tan simple como adelantar un paso su posición, levantar el empeine y ejercer una presión sobre aquellos dedos que se mueven como insectos en busca de asidero? ¿Quién le recriminará por un pisotón que ahorrará tantos recursos?

Acción y reacción. Ese es un principio universal. Una fuerza ejercida sobre otro cuerpo provoca una reacción. Pero la reacción que describimos no puede ser representada por un vector. Víctor Hugo sería más apropiado para esto. Podría realizar una minuciosa descripción de la altura del acantilado, de sus afilados salientes, de su accidentado fondo. Este novelista podríamos contarnos como, a modo de jorobado, el cuerpo de ese ser que quiere penetrar en el mundo de color cae, rebota, se mueve como un guiñapo por acciones y reacciones que implican la velocidad de caída libre y la dureza de la roca, calcárea, de menor entidad que la granítica. Pero roca. Es más, en la voz del genio, sabríamos la velocidad a la que bate el corazón del intruso, el dolor que le causan las laceraciones, cómo su mente y su cuerpo han liberado adrenalina y apenas siente un poco de calor cuando brota la sangre. Sabríamos por el francés qué siente, en qué piensa, a quién recuerda el anónimo trepador en el instante en el que afronta sus últimos segundos. Aquí, nuestro novelista podría contarnos si es un túnel lo que ve un hombre que jamás ha visto un túnel, o si acaso es un trozo de tierra cultivada el jardín que lo acoge. Por desgracia no contamos con su participación y solo sabemos que el hombre ha muerto en su caída. Los golpes lo han destrozado por dentro; su cuerpo ha ejercido una fuerza sobre la roca y sobre la lámina de agua; la lámina de agua y las rocas han ejercido una fuerza sobre el cuerpo. Desigual batalla. Acción y reacción.

El soldado bien podría ser un guardia de frontera. Un carabinero, un agente especial, un antidisturbios. Da igual. La frontera podría ser la de Corea, India, Estados Unidos, Turquía o España. Da igual. El soldado, permitan que lo nombre así, se siente respaldado. Se sabe importante. Cuida de su país, de sus ciudadanos, de sus compatriotas. Poco le importa que su rancho no sea el mejor, o que su descanso se haga en ásperos barracones. Poco le importa, pagan bien. Y su general ha declarado a quienes protestan, esos progres, que no deberían mirar al otro lado de la frontera, que no deberían contar los muertos, las rayas en el mar. Deberían mirar a estos pobres, digamos, soldados. Que viven en las peores condiciones, que duermen en jergones, comiendo la comida fría que se les envía. Nuestro soldado no piensa en eso. Allí quieto, frente al acantilado, frente a la frontera, siente frío. Ni la camiseta térmica, ni la camisa de algodón, ni el jersey de lana ceñida le bastan. Deberían cuidar más nuestro confort, se atreve a pensar.

Frente a la frontera. Frente a una frontera, el soldado vigila. Con un poco de frío, vigila. Observa las rocas a las que asirse y no encuentra negros dedos que las tomen. Este es su cometido, hacer que no pasen los negros dedos, los negros cuerpos. Y mientras mira esta línea en el éter que llaman frontera observa como, sin asirse a roca alguna, sin apoyarse en suelo alguno, una forma se eleva y cruza la frontera. Espectro lo llamarían unos, fantasma otros. Su color es ceniciento. Ceniza, polvo, polvo somos, en polvo nos convertimos. El espectro se le acerca, va desnudo, y hay marcas en su piel, ¿heridas de una caída?, ¿golpes de otros soldados?. El espectro se para junto a él, lo mira y le muestra la mano. Estos tíos no dejan de ser pedigüeños ni una vez muertos, piensa el soldado. La mano muestra una marca. Unos surcos con relieve, como los de una pisada. El soldado siente frío. No es el frío de la noche. Y el espectro lo mira. Y el soldado mira al fantasma. Se impresiona al ver el alma muerta del espectro y descubrir que mirando al fondo del alma de alguien se entienden las lenguas allende la frontera, el argot de la línea, las palabras que dicen tengo frío. Tengo frío.

Tengo frío.