martes, 18 de marzo de 2014

EL COCINERO GOURMAND. HISTORIAS SOBRE LA EXCELENCIA I.

Recuerdo a un antiguo amigo al que le dió por la cocina. Durante una época nos martirizó con sus recetarios. Hay que decir, ante todo, que tenía muy buena mano para andarse en las cocinas y llamar a los manejos que allí desplegaba, cocinar. Para eso su mano, y su lengua, eran buenísimas. Recreaba platos de los restaurantes que visitaba con una fidelidad asombrosa. Pero jamás nadie se atrevió a decirle que en su comida había algo de cafetería estandarizada de los setenta y que faltaba alma en el plato. Y tampoco nadie se atrevió nunca a pedirle que hablara de algo diferente a fogones, revistas de recetas, aliños, tascas y demás. Así, durante una época, fuimos sus catadores y nos tuvo por acólitos de su religión. Pero, como decían de los que tenían su sanmartín, a él también le llegó su momento.
En un viaje juntos nos hospedamos en un hotel con encanto. Todo lo que allí se comía lo preparaban  los dueños, desde los bollos del desayuno al asado de la noche. Las verduras eran del huerto del hotel; los huevos, de las gallinas que rodeaban la casa; las plantas aromáticas, del jardín. Toda una delicia.

El dueño del hotel tenía la costumbre de visitar cada noche, tras la cena, cada una de las mesas y preguntar qué nos había parecido. Para la tercera noche allí, mi amigo ya había elaborado una rudimentaria teoría culinaria sobre los platos, los ingredientes, y la cocina del lugar. Cuando el jefe se sentó con nosotros, se sirvió vino y nos preguntó, venía algo picado por la mesa precedente. Allí, el comensal, comentarista de fútbol, le había narrado como si de una alineación se tratara que el relleno del pollo era demasiado fuerte. Intentamos calmar su orgullo herido y dijimos que nos había encantado. Bueno, casi todos, porque el cocinillas había comenzado a disertar sobre rellenos; de allí pasó al pollo de corral diciendo que era insuperable y, por comparación, el pollo que comimos una porquería; que si los cocineros con ínfulas, como Adriá, eran como vendedores de baratijas, cosa que el anfitrión tomó como que él era un cocinero con ínfulas; y detalles así. Ante tal crítica, el dueño de la cocina sorbía su vino con amargura, callado, aguantando el tipo. El cliente siempre lleva razón.

Pero, ¡ay!, mi amigo dio un paso en falso. Se convirtió de repente de cliente en colega del dueño, y le preguntó por la receta de alguno de los bollos. Dígame, amigo, colega, que yo también me dedico a esto y cocino, ¿de dónde ha sacado esta receta de las magdalenas? Yo es que tengo una que saqué de Internet… Aquellas palabras despejaron la depresión de nuestro restaurador. De una forma  tranquila le expuso a su colega, a su amigo, no a su cliente, la diferencia entre un cocinero aficionado y otro formado que conoce al dedillo las proporciones de las distintas masas, de las que llevan mantequilla, levadura, vino, de las que fermentan de una forma, de otra, de las que se hornean rápido, de las que se hornean lento, de las que deben ser finas y crujientes, de las que llevan varios amasados y se pliegan sobre sí mísmas, del Diccionario del Pan (*), de los distintos tipos de harina de trigo, de sus calidades, de proteínas, de albúminas… Y, mientras mi amigo descubría su cara de póquer, el dueño le descubrió un mundo secreto con una pregunta, porque, amigo, más que amigo, colega diría yo, que usted está en el mundillo, para el pan, ¿qué masa madre usa usted? Pregunta que mi amigo jamás respondió, porque desconocía lo que era una masa madre, su origen y su uso y solo pudo balbucear cosas inconexas sobre los yogures del Carrefour.

En aquel momento descubrí la excelencia del hostelero, fiel en la calidad de lo que nos preparaba, fiel en el cariño puesto en la cocina, fiel en el conocimiento del mundo en el que se movía sin creer nunca que conocer como la palma de su mano sus fogones y lo que en ellos cocinaba, lo elevara por encima del criterio de sus comensales.

La respuesta de mi amigo se escalonó en dos fases. La primera fue casi inmediata. Al día siguiente se marchó a desayunar a un bar de carretera cercano. De allí vino elogiando la exquisitez de un dónut industrial y diciendo que ya estaba harto de desayunar siempre lo mismo.

La segunda etapa consistió en tomar un camino diferente al que nos parecía lógico. Yo habría estudiado, usted se habría dedicado a la marquetería, y su amigo de usted se habría convertido en ciclista. Pues no, él ni estudió, ni abandonó la fantasía michelinesca, fue simple, cambió los amigos a los que asombrar con sus platos y sus conocimientos. Un día, al cabo del tiempo, hizo un intento de explicarnos en qué consistía una masa madre y como mantenerla viva, pero no pasó de un tímido escarceo.

Hasta hoy pensaba en la excelencia de nuestro anfitrión; ahora he descubierto que mi amigo también fue excelente en su huida. Fue un soberbio vendedor de aire y una vez agotado su mundo, se buscó otro donde representar el mismo papel. Desde este momento sé que hubo excelencia en su cobardía.

(*) Dictionnaire universel du pan. Dirigido por Jean-Philippe de Tonnac. Ed. Bouquins, 2010. ISBN 9782221112007

lunes, 10 de marzo de 2014

TRENES, BOMBAS, ATENTADOS.

En la memoria de todos nosotros hay hechos que recordamos, todos, de forma vívida. No creo que nadie  olvide lo que hacía, con quién estaba el 23 de febrero de 1981, o el día que asesinaron a Miguel Ángel Blanco, ni el 11 de marzo de 2004.
 
No creo que a nadie interese lo que yo hacía. Es más, esta es la tercera vez que escribo sobre estos hechos, y ninguna de las anteriores han estado entre las entradas más leídas. Y pienso que es porque quizás muchos de los que lean este blog también prefieren tener, y guardar, sus recuerdos, sus dolores.
 
Son estos días, más que los días de euforia, los que forjan una nación, los que agrupan a un país, los que modelan una identidad. Y los españoles, tan bravos en la desgracia, tan hombres para los hombres en la agonía, olvidamos nuestra humanidad en días y volvemos al provincianismo, al sectarismo.
 
Un tren es un prodigio. Aquellos trenes que volaron me albergaron a mí, los anhelos de una entrevista a otra, los viajes entre estaciones, siempre corriendo hasta el norte, con prisa hacia el sur para coger otro tren, otro autobús. Y como los míos, los de millones de personas, de pasajeros, de historias, de prisas, de llantos, de agonías, de alegrías, de indiferencias, de hurtos, de manoseos, de miradas lascivas, de miradas compasivas, de miradas envidiosas…De vida.
 
Una bomba también se compone de instrumentos. Como el tren, tiene un mecanismo, conductores, algo de química, algo de electrónica, algo de electricidad. Pero es mucho más simple. Lo que demuestra que hacer el bien es complicado; multiplicar el mal, sencillo.
 
Para atentar contra algo, contra alguien, es necesario un falso valor. Se supone que puede haber estilo y glamour en el asesinato, es una imagen falsa. Se supone que puede haber dignidad y reivindicación en colocar una bomba. ¡Qué falso es!. El terrorista solo debe vencer la náusea, la tensión, la adrenalina; olvidar que se va a convertir en un carnicero, en un vil y sucio carnicero de despojos, de casquería. Olvidar que no sonará música sino estruendo, que no habrá muerte limpia sino las manchas de la sangre, de las vísceras rotas; que lejos de la fotografía estilística y silenciosa se oirá el gutural lamento de la agonía y se olerán los olores de la muerte, de la rendición, de la última laxitud de la víctima. Pero ni esto deberá vencer el cobarde, pues ni esto se atreve a mirar a la cara. Para él es como un videojuego. Hagan juego, maudits cochons.
 
Y sí, es rabia. Soy incapaz de componer palabras menos airadas, de reposar mi recuerdo y acercarme a las víctimas, a los supervivientes, a los bosques plantados, a las estatuas inertes, a los retratos colgados de las tapias, a los crespones negros que aun persisten en los barrios, a las heridas que cicatrizan pero duelen, a nada de lo que no sea maldecir y escuchar la vieja canción de Bob Dylan.
 
Y repetir.
 
Tal día como hoy, once de marzo. Y desde entonces, desde cualquier entonces, el mundo solo ha sido peor.Y desde aquí, desde esta tierra, parece que nuestro único destino es llamar algún día a las puertas del cielo.
[...] It's getting dark too dark to see
Feels like I'm knockin' on heaven's door[...]
[...] That cold black cloud is comin' down
Feels like I'm knockin' on heaven's door
Knock-knock-knockin' on heaven's door
Knock-knock-knockin' on heaven's door