jueves, 10 de abril de 2014

EL ENÓLOGO. HISTORIAS SOBRE LA EXCELENCIA III.

En la época en la que yo estaba emocionado por la historia del fondillón(a) me invitaron a una celebración familiar. Es de recibo aseverar que no me atraía en exceso la idea de cruzar la península para regalar un reloj Casio o su equivalente en órgano electrónico, videojuego o crucifijo dorado, que todo es para jugar y todo es fantasía. O eso dicen, tan claro no está. Pero, por más que exprimiera mi seso y por más que pensara en la relación de enfermedades que podría sufrir de repente y curarme en un santiamén, ni hallé diagnóstico que cuadrara, ni encontré virus al que acoger con amor en mi seno. Así que desde el oeste viajé al este con la insana intención de ver como un infante que, pasado ese día, jamás volvería a pensar en la transustanciación deglutía su primera sagrada forma.

Tanto me ocupaba en ese tiempo la relación de vinos y de denominaciones de origen que compré alguna revista en el aeropuerto sobre añadas, caldos novedosos y maridajes. Esta palabra empezaba a trasladar y a desplazar por aquel entonces a las antiguas preguntas de, ¿pegan la carne y un vino blanco?, o, si el vino blanco es para el marisco y el pescado y el tinto para las carnes, ¿con qué pega beber rosado?. Y, seamos claros, hicieron flaco favor a las conversaciones domésticas en las que ya la madre de la casa se hacía un lío, y ahora más, porque pasaba de no saber con qué vino a acertar a no saberlo ni a tener las palabras adecuadas para preguntarlo; no fuera que el cuñado, ese que sabe tanto, le dijera que no podía maridar un vino de Toro con unas gambas. “¡Vino de Toro!, ¡vino de toro!, si es tinto es rioja, y marido solo es el que se casa con una mujer, que ya no solo se desvirtuó el matrimonio, ahora también quieren casar a los vinos, ¡Leche!.” Pero volvamos a la historia que, en esta ocasión, marcho a la deriva. El asunto es que llevaba alguna revista que otra en la mano cuando me recogieron una prima mía y su novio. Y debo decir que su novio echó más de una vistazo a las revistas que había puesto bajo mi brazo para poder llevar la maleta y la funda del traje, tanto que yo me sentí incómodo, pensaba que miraba alguna mancha o algún defecto en mi ropa.

Aguanté como pude una conversación interminable con la que se pretendía ponerme al día de años de ausencia familiar, di las gracias y marché a acostarme. Durante todo aquel rato, el novio permaneció callado, dando vueltas a un palillo de dientes redondo en su boca y amparado tras unas gafas de sol enormes que le daban el aspecto de una mosca lamiendo el azúcar sobre la mesa de la cocina. Jamás habría pensado que aquel muchachote buscaba asombrarme.

Pasemos por alto la ceremonia, pasemos por alto los tules, los linos blancos de los invitados, y pasemos por alto los tocados, pamelas y colores a lo Falcon Crest de los vestidos de las invitadas. Es lo mejor, dado que no queremos extendernos sobre este interesante asunto sino sobre el recinto de la celebración, bar de polígono industrial, honrada casa de menús de dos platos y postre, gustoso altar de la albóndiga. En este lugar nos hallamos convocados para comer. Y lo cierto es que si la comida no podía decirse que fuera mala, tampoco podría decirse que fuera lo contrario, y no fue por el arte del cocinero, sino porque estos sitios cuando pierden su esencia de lunes a viernes, cuando pierden al camionero que acaba de entregar su carga, al tornero, al administrativo y al jefe que quiere congraciarse comiendo con sus empleados, lo pierden todo. Su gracia, su esencia, su ángel.

A mí vino a suplirme esa desgracia el novio de mi prima. Aunque este hombre habría encajado más en algún lugar de carretera, secundaria a poder ser. El caso es que este muchacho entabló conversación conmigo, y yo, a pesar de lo que por ahí se diga, soy un hombre amable y sufrido que aguanta lo que le echen. Y aguanté, vaya que si aguanté.

Recurramos a otra elipsis, y obviemos los comentarios sobre las pechugas, no de la comida, que no recuerdo que hubiera, sino de las invitadas, en especial de las de mi prima. Y no es que yo sienta un gran amor filial por mis parientes, sino escrúpulo, y aquello lo sobrepasaba. Obviemos los comentarios sobre otras cuestiones y centrémonos en el vino, asunto sobre el cual se quería cimentar una amistad. No anticipo mucho si digo que quiso Dios que no fuera así. Y que por estas y otras razones, jamás podré afirmar con total seguridad y sin remordimiento, que Dios no existe.

Yo apenas comía, bebía un poco de vino, no recuerdo el nombre, sin muchas ganas. Y, en ese momento en el que, en todo evento familiar, las mesas se quedan medio despobladas, el muchacho ocupó  el asiento contiguo al mío. No has debido pasártelo muy bien, comentaba, has venido solo, y no has podido estar con los hombres, todo el rato aquí al lado de las mujeres hablando de trapitos, sí, contestaba yo, sí, sí, sí, sin convicción, y allí conmigo y con el “Quinto” podrías haber hablado de cosas de tíos, qué sé yo, no te extrañes, de tías, de las motos de esta mañana, de cualquier cosa. Pero no te preocupes, decía y a la vez me tomaba por el brazo, he visto que te gusta el vino, y yo de eso sé un rato. ¿Sí?, y esta vez era un sí de verdadera intriga.
“Hombre, a mí el vino, es que me viene de familia. Fíjate, mi abuelo hacía un vino cojonudo con uvas de sus parras y nos poníamos ciegos desde que éramos críos. Jugábamos a las cartas y el que perdía, trago de vino. Mi abuelo es que era mucho abuelo, a mi hermano y a mí nos crió él, porque mi madre nos dejó y se fue a Mallorca a trabajar en los hoteles y mi padre anda por ahí. Así que con mi abuelo, el pobrecito, en el campo hasta los doce años. Cuando nos vinimos aquí, a Llorent, descubrimos la bodega de Paco. No veas qué Jumillas hemos comprado ahí, del vino bueno, ¡eh!, del que está sin etiquetar, que es el que mejor entra. Y ahora con tu prima hemos comprado mucho, como a ella le gusta más suave, unos moscateles, unos vinos de málaga y para mí, unos riojas, unos tintos de Requena. Lo único que le pedía a Paco es que fuera del barato. Pero lo que son las cosas, empecé a ganar dinero de albañil, y no veas lo que he descubierto, mira me tomé una botella el otro día de champán, un champán de Murcia que está que te mueres, y un vino francés, que me dije si es francés tiene que ser bueno, que a mí el francéeees, jajajá, jejejé, y si no pregúntale a tu prima, jajajá, jejejé, pues bueno, me tomé una botella de Chato de Brian, que no veas y otra de Chato de Ángela, que yo qué sé qué te puedo contar. La más barata ciento cincuenta mil pesetas. Y es que yo soy así, me gusta una cosa y la compro. Y por eso me ha dado ahora, que si un vino de 1971, que si otro de 1984, que si una de 1953 para tu tío. En fin, fíjate, ¡Camarero!, ¡Camarero!”

Aquella conversación había tenido altibajos. Empezó regular, pero la historia del abuelo me conmovió. Así fue hasta que me habló de los vinos a granel de aquella época, polvitos, alcohol, zumo de uva y agua. Y no pudo acabar peor que gritando para llamar al camarero. Én ese momento pensé en que tenía que hacer algo para marcharme pero fue el propio camarero el que me salvó.
- El señor dirá, palabras que cualquier usuario de establecimientos como este sabe que encierran un resentimiento inmenso.
- Mira muchacho ¿nos puedes traer una botella de este vino de la comida.
- Aquí la tiene usted, dijo a la vez que tomaba la botella a medio beber de la mesa contigua. ¿Quiere el señor Casera?
- No. Es para nosotros, no te molestes, nos gustan las cosas fuertes.

Y justo en el momento en el que el camarero se marchaba añadió:
- Oye, este vino es un Fuentesquina. ¿Me puedes decir el año y el tipo de uva? No veo bien la etiqueta.
- Mire usted, pues no lo sé, ni me interesa mucho. Este es el vino que tenemos. Si le gusta, bien, y si no, también.

Aquellas palabras fueron mágicas porque mi contertulio se calló. Se había servido una copa de vino que apuró de un trago y la digestión pareció haberle cerrado la boca. Nunca supe si lo que digería era aquel vino ácido y aguado o la forma en la que el camarero hizo entender que aquello era lo que era, que ese vino era lo que era y que todos éramos lo que éramos. Que no intentásemos cambiar eso y darle el día.

Durante el viaje de vuelta estuve dándole vueltas al asunto. Pensaba en el trabajo que le tuvo que dar a aquel muchacho estudiar algo de vinos para impresionarme. Imaginé que alguna frase de James Bond haciendo el hortera ante un sumiller le habría impresionado y que quiso repetirla. Imaginé su esfuerzo, un verdadero esfuerzo de superación y estudio, para mezclar Chateaubriand, Château Angélus, Champagne, Murcia, con riojas, espumosos, moscateles y el universo de Ian Fleming; para confundir aquel salón de comidas con el Casino Royale. Y pensé en que, al final, era una especie de quijote que confundió la caballería con la enología. O que, quizás, todo aquello alrededor del vino no era sino un mundo ficticio alrededor de ilusiones, de sabores imaginarios, de trajes del emperador en el paladar.

En el aeropuerto había un contenedor para el reciclaje de papel. Allí durmieron aquella noche el recordatorio, con foto, del evento, un folleto sobre la compañía de aviones y las revistas que había comprado a la ida. En aquel momento no habría distinguido una cosa de otra.
 
(a) Tipo de vino monovarietal, dulce y añejo del Levante español.  Se elabora a partir de la uva monastrell a la que se deja sobremadurar en su cepa. Fue un vino muy preciado a partir de la Edad Media que estuvo a punto de desaparecer entre los siglos XIX y XX. A partir de barricas antiguas, de los testimonios recogidos en notas de literatos como Dumas o Defoe, o de los recetarios de los cocineros de Felipe II o Luis XIV se ha recuperado este vino.

No hay comentarios: