martes, 22 de abril de 2014

EL ESCRITOR. HISTORIAS SOBRE LA EXCELENCIA VII.

E il mio maestro mi insegnò com'è difficile trovare l'alba dentro l'imbrunire.”
Franco Battiato.
Prospettiva Nevski

Fue hace mucho tiempo, mucho, casi una vida, cuando el cruce de una bufanda cambió su existencia. Hasta ese día, había un niño que leía sin desmayo las obras de Verne y de Salgari, de Karl May, de Fenimoore Cooper  y de Sir Walter Scott; desde que alguien leyó y decidió que era digno de galardón aquel relato, que no decía nada, acerca de alguien que sale con el frío de la noche a escuchar la Misa del Gallo, sobre aquel niño pesó una losa; su mundo interior, el mundo que habitaron Sandokán, Nemo y los fareros del fin del mundo, debía salir a flote convertido en palabra digna de ser leída, digna de ser compartida.

Llegaron otros galardones menores. Fue casi una rutina de relato y premio, de concurso y premio, y todo transcurrió con la misma cadencia hasta que, convencido de que debía superarse a sí mismo, escribió algo parecido a una confesión desencantada. Invirtió en su relato casi dos semanas, pulió las palabras, cuadró los párrafos, midió que cada categoría de sucesos encajara con las precedentes y las que la seguían. Mucho para un niño de doce años. Y presentó su relato con el ánimo de que, al leerlo, alguien decidiera cambiar el mundo. Ese año la rutina de los concursos cambió. Ganó un niño recién llegado, del que luego supo que era hijo de un profesor del instituto asociado al colegio. A todos nos leyeron un día su cuento. Una almibarada historia de la que no recordó gran cosa salvo los esperados clichés sobre la Navidad y la familia. Ese día se sintió mucho más ganador que en las ocasiones anteriores.

Desde la primera historia a aquella había habido muchos escritos, poemas enfebrecidos y llenos de ripios y épica vacía, cuentos ñoños escritos para salir del paso tras algún apuro casero, epítetos nunca encontrados; el niño recuerda casi todos pero ninguno como la novela frustrada. Con su amigo Luis decidió escribir un libro al alimón. Se trataba de una historia de piratas, bucaneros y soldados que nació el día en que tuvieron que reescribir el final de “La Isla del Tesoro”. El inicio de aquella novela contaba como zarpaba del puerto de Cádiz la goleta Nuestra Señora de Begoña. El comienzo era espectacular, pues se describía de proa a popa el velero, contando las hileras de cañones, el velámen, el mascarón de proa, el castilo de popa, la carga, los soldados y la plata y el oro que portaba para sufragar los gastos de la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. De una cuartilla y media no pasaron, ahí comenzaron las discrepancias artísticas. Luis quería acabar la historia en dos cuartillas más contando como unos piratas, los buenos de la historia, se quedaban con el barco y el tesoro. El escritor pensaba que no merecía la pena acabar tan pronto una historia  en la que se habían invertido más de cuarenta líneas en describir el navío y que era mejor esperar a que los piratas lo abordaran y mataran al capitán, y que un joven teniente de marina se organizara, recuperara la goleta y entregara   su carga a George Washington. Y eso en no menos de cincuenta cuartillas. Aquellas discrepancias artísticas derivaron en la ruptura del dúo. Y Luis, que era el dueño del cuaderno, quedó con la custodia del hijo común(1). Tiempo después, en un ejercicio de escritura y lectura obligatorio, en el día en que Ramón contó la delicada historia de un niño vagabundo y Herrera nos llevó en las alas de los piratas del aire, Luis aprovechó lo que se había escrito. Cuando comenzó a leer, la audiencia quedó en silencio, y se imaginó viendo como surcaba las aguas el Nuestra Señora de Begoña. Una vez que el bajel había enfilado el camino de América, la lectura viró, y naufragó, pues las ideas de Luis se mostraron pueriles, mucho más en contraste con la esforzada descripción inicial. No hubo crítica más feroz que la del profesor de Lengua. “Luis, esta es la historia que imaginaba de ti. Lo que no me explico es cómo has podido escribir un comienzo tan esperanzador”.

Cuando el niño escritor pasó al instituto, dejó atrás a los antiguos compañeros y decidió mantener en secreto, incluso para él, la escritura. Así fue durante años, si escribía no era más que alguna cosa por mandato. Que si ahora una redacción sobre la época califal, que si ahora una sobre el inicio del lenguaje, que si una sobre el Romancero, que si… Años baldíos habría de suponer, años de lectura, de formación, en realidad. Fue el tiempo en el que las lecturas de libros de aventura fueron cambiadas por la lectura de autores de todo tipo, de novelas, de poesía, de algunos ensayos, de autores clásicos y de autores posmodernos, de grandes autores y de artículos en fanzines. Fue el momento en el que decidió que el cómic, el cine y la literatura no eran sino lo mismo, una forma de contar historias, de expresar sentimientos, de liberar el alma.

Este adolescente no escribió para ningún público hasta que no iba a llegar el día en que marchara a la universidad. Abrumado por tantos compañeros brillantes había permanecido sin escribir, pero un concurso en una revista de cómics le hizo soñar con las treinta mil pesetas del primer premio. Seguro que le vendrían muy bien. Escribió un relato sobre el fin del mundo y esperó. Al mes siguiente publicaron el relato con el tercer premio; al otro mes, el del segundo. Ninguno estaba mejor escrito que el suyo, así que esperó al tercer mes, pero, esta vez, en la revista no hubo relato. Ni el cuarto mes, ni el quinto. Era definitivo. Sin decir nada dejaban desierto el primer premio. Fue un mazazo, y no por el dinero, con el que, como buena lechera, había comprado ya varios Levi´s, sino porque se dio cuenta de que, quizás, no era objetivo y su historia, ni era tan buena, ni estaba tan bien escrita, ni tenía la calidad suficiente. El daño fue tanto que ni tan siquiera le consoló saber que varios meses más tarde publicaron su relato y que nunca hubo ningún primer premio porque la cicatería de los editores suspendió el concurso para ahorrar treinta mil. Pelas, que eran catalanes.

Adiós al relato y al cuento. La universidad trajo el viento del diario y de los poemas. El amor, o quizás el desamor, le trajeron también el aroma de la desolación, la soledad, la pequeñez del mundo, la falsedad de esta realidad. Así nacieron los versos sin fin, sin rima, sin forma enclaustrada, sin métrica. Hubo muchos, es posible que ninguno mereciera la categoría de perdurable, es posible que ninguno mereciera el nombre de poema. Mas el atrevimiento de la ignorancia le condujo a pensar que si sus sentimientos le parecían nobles y de altos ideales, sus ¿poemas? llevarían su esencia, lo suficiente para merecer ser publicados, honrados por el premio literario. Es sabido que no, pues no hablan de él los diarios, no hablan de él los anaqueles, no hablan de él los críticos.

A lo Cervantes, sintió este escritor; nunca nadie tuvo en estima sus poemas, nació para la prosa. Y en la prosa, con tinte más o menos poético, persistió. En su día, sin saberlo, se apuntó a la moda del blog. Y si a otros les condujo la tendencia, a él le llevaron la edición sobre fondo negro y la posibilidad de estar escribiendo sin usar un cuaderno, signo más evidente de dedicación a la afición literaria que no quería sino mantener en la privacidad. Y en estas surgieron los temas, los escritos, unos cuantos que eran como su diario, otros fabulaciones, otros que quería que fueran metáforas. Y sí, al tiempo, ese blog fue, más o menos difundiéndose. Nunca pasaron de cuarenta los lectores, tampoco se buscaban más.

Pero, cosas de la vida, en la historia de este escritor se une, de alguna forma, la historia de la estirpe del poeta Juan Ramón. Y, voz autorizada, y, voz distinguida y con conocimiento del asunto, dice: “Ahora tu obligación es publicar”. Palabras que remueven la conciencia literaria, quizás la identidad, del escritor. Palabras que le dicen, en tu vida has resuelto varias cosas y andas dando vueltas a qué hacer con otras, porque sí que son importantes para ti algunas, sí que tienes obligaciones, sí que es posible que hagas esto mejor que otros, pero debes mejorar, pulir, trabajar con oficio y limar, dedicar tiempo y construir, sí, construir, un libro digno de tener ese nombre.

Y la maldición del escritor que aparece en “La Peste” nace en él, la maldición del folio en blanco, la de la frase perfecta, la de la novela que quiere ser y que no fue, la de los temas que le han pisado Pérez Reverte, Eco y Haneke(2). La de no tener tema, la de no tener tino, ni oficio. La de la presunción de que algo se hace mejor de como lo hacen otros, la de reirse de historias de otros en “Historias sobre la Excelencia”. Pues si otros merecen el sarcasmo o la ironía, este escritor merece la burla. Pues ni es escritor, ni es excelente.

  1. Con el tiempo, este niño habría de sorprenderse el día en que abrió un libro de Arturo Pérez Reverte y se describía un barco de una forma tan parecida a la suya, y con un nombre tan parecido al de aquel pequeño relato, que tuvo que pensar en una de dos opciones. O la improbable de que le llegara al cartagenero la descripción de hace treinta años o la más certera de que solo hay una manera de describir una nave. Y debe ser esta, pues también George Lucas iniciaba así sus trilogías galácticas. Y si alguien ha de pensar que coinciden los nombres pasado el tiempo, se le ha de contestar que Begoña se llamó el barco en honor a la hermana mayor de Luis, que para eso nos dejaba su cuarto.
  2. A la referida historia sobre el barco, se unen las historias sobre los Sabios de Sión y el cementerio judío de Praga y la película Amor. La historia de Umberto Eco fue motivo de una entrada antigua de este blog, la de Haneke barruntaba por la imaginación de este, el que escribe. Se trataba de un relato basado en una historia que me conmovió, un anciano de Mallorca al que detectan un cáncer en fase terminal y del que depende su esposa, una enferma de Alzhéimer muy avanzado. Aquel hombre mató a su esposa de la forma más dulce que supo y luego se suicidó. Tan grande como fue la conmoción por la historia, me resultó de estomagante la reacción de una ministra de por aquel entonces. Sin saber nada de los pormenores, sin tener ni idea de lo que ocurría, se apresuró a condenar lo que ella definió como un crimen machista. Es posible que mi historia no se escriba nunca, quizás porque se parezca mucho al argumento de la película de Haneke. Quizás porque metiendo a un político, yo pensaba en una concejal, me habría salido al estilo de “La estanquera de Vallecas”.

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