jueves, 29 de mayo de 2014

EL DÍA QUE ME SEPARÉ DE C.B. II. EL ENCUENTRO.


Perseguido por el lamento de las banshees, dolido por el dolor de las actrices, abrumado por la cercanía del abismo. Así he transitado por los filmes; así, como Orfeo, en pos de la puerta del Hades, así, he caminado. Y te encuentro aquí, C.B., jugando en el sofá de Martín Hache, congelando botellas de vino de Champagne, manejando una esfera de cristal a la que unos días llamas Xanadú y otros Rosebud. Díme, ¿qué haces aquí, C.B.?
 
¿Quién eres tú para preguntarme? Yo soy la opinión, yo soy el crítico, yo soy quien decide la moda, quien entroniza a los maestros, quien despelleja a quien se le antoja.
 
Junto a C.B., quien ahora está en el camarote del Nautilius, vestido de Nemo, dormita su compañero. Groupie lo llaman algunos. Esclavo lo siente él. El compañero está gordo, tendrá unos cincuenta años, la piel de la cara un poco picada desde una adolescencia atroz, el pelo cortado con un estilo que fue novedoso hace décadas, la ropa de color estridente es demasiado ajustada en unas zonas, demasiado holgada en otras. El compañero dormita. Asiente a las palabras de C.B., pero dormita. Dormita.
 
C.B. charla, expone, cuenta; parlotea y solo él se escucha. C.B. no responde a nada ni a nadie, y ni siquiera mi pregunta de por qué muestra tan poco respeto al decir que no le interesan determinados trabajos, determinadas personas,  motivan una respuesta más allá del me aburren y no me interesan.
 
C.B. cuenta cómo descubrió el poder de deshacer egos y reputaciones, cómo su aspecto desaliñado y su odio a la felicidad le han dotado de una credibilidad superior a la del resto de los mortales, cómo desde su púlpito puede hablar de películas, y de música, y de salmón, y de whisky, y de libros, y de lo que desee. Él, C.B., es el amo. Y no le importa destruir vidas o mundos, el placer que el poder le otorga vale más que esas vidas, que esos mundos.
 
C.B. calla. El Colt frente a su cara, ese Colt que se convierte en una Lüger, una Beretta, un Magnum o una Remington, a medida que caminamos por El Desafío de las Águilas, El Tesoro de Sierra Madre o Perdición, lo intimida. Nunca le gustaron a C.B. las películas con final feliz; y lo que no sabe es que, quizás, a mí sí. C.B. calla, porque por un momento ha adivinado mi gusto por un final feliz, pero no sabe en qué consiste.
 
C.B. sale al desértico paisaje donde el 7º de Caballería carga. Yo me doy la vuelta, tiro al suelo mi revólver y camino por una senda interminable en un cementerio de Viena. Suena la melodía escalonada de una cítara.
 
El compañero de C.B. dormita. No importa quién venga luego. Él asentirá. Y dormitará. Ahora, dormita. Dormita.

LA BÚSQUEDA

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