lunes, 11 de agosto de 2014

LOS DESORIENTADOS.

(ADVERTENCIA: NO LEER SI SE TIENE INTENCIÓN DE LEER LOS DESORIENTADOS DE AMIN MAALOUF)

No creo que mi visión de Oriente Medio sea la más certera, a la leyenda, a las historias sobre la caballerosidad de Saladino, o el esplendor de la corte Omeya, se sobreponen cientos de años en los que los habitantes de Líbano, Jordania, Siria, bien podían ser llamados moros o árabes. Incultura vil que han, si no cambiado, moderado las lecturas de libros y cómics sobre estos países, sobre Irán, Iraq, Turquía, Afganistán... Pero el poso de años de considerar a estas gentes los otros, los invasores, los bárbaros, los atrasados queda, y me sigo sorprendiendo, como buen lector, con las historias que provienen de allí. Como si me las contara Sherezade.

Pensaba que el título se refería a gente que se encuentra sin rumbo, pudiera ser; pero, se me ocurre, que se trata de gente que ha perdido "su Oriente", de exiliados, de extranjeros en el país en el que viven y de extranjeros en el país al que vuelven. Y es así también con los que permanecen en su país, han perdido el país en el que vivieron, pues si, este país que nunca nombra el escritor, ha sobrevivido a las guerras, su verdadero país, el interior, el que forman sus familias, sus amigos, sus vivencias, hace años que quedó atrás.

Esta historia es la de un reencuentro, la de una vuelta, la de un sortilegio, la de una catarsis. Es, para el protagonista, la historia perfecta; es, para los demás la historia que no viviremos; quizás no tengamos esas deudas con el pasado, quizás no tengamos esas necesidades y hemos aprendido a no dar la vuelta al pasado, sino a caminar hacia adelante; aunque nos pueda esperar en una curva la guadaña de la maldita muerte; pero hemos aprendido que así somos, con nuestras carencias, nuestros defectos, y nuestros afectos. 

Me turbó el libro, no puedo dejar de pensarlo; en una época en la que mi mujer está reencontrando sus raíces, en la que está reforjando la cesta que ya tenía en el pasado, yo también he sentido la necesidad de reencontrar, aunque sea en un simple mensaje, los mimbres una vez empezados a trenzar; los de Córdoba, los de los primeros años en Sevilla, los únicos válidos de la playa, los de Morón. 

Y no me quiero dormir, necesito el cuento de Sherezade, las historias refinadas y cultas de aquellos a los que Maalouf convierte en sus instrumentos, en la fantasía de un cuarentón que jamás fue feliz, que, quizás, jamás acabe la biografía de Atila. Adam, el primer hombre; Adam, ¿el último? 

Y pienso en mi patria, mi pequeña patria, formada por tres mujeres; y pienso en vosotros, amigos, amigas, familia, y siento que sois a la vez mi patria y mi frontera, a donde quiero llegar y de donde no me quiero ir.

Si se está turbado, no se puede quedar uno a medias tintas. Instalarse en mitad del camino hacia ningún sitio, mantener la boca medio cerrada, es una tontería, una rendición a las propias convicciones. Por eso creo que es mejor empezar de nuevo. Y sí, en esta ocasión es posible que destripe el libro.

Al acabar este libro pensé que a Amin Maalouf le faltó algo para convertir en obra maestra esta historia. Y es este final abrupto en el que el protagonista desaparece pero no del todo; sobra o falta algo. Si se tratara de una película se podría pensar que el protagonista ha muerto y que de alguna manera se ha de acabar el proyecto, por lo que lo mejor es acomodarlo. Tratándose de un escrito pienso que o le faltaron fuerzas, o ganas, o quiso estar acorde a los tiempos e imitar al cine. Y aquí lo mejor habría sido recurrir a la fórmula de señalar que el diario es un diario inacabado; de que quizás todo lo vivido lo vive alguien que al recibir la primera llamada entra en una especie de coma o cualquier recurso que o nos hubiera preparado para el desenlace o nos hubiera resultado una sorpresa. Para nada me conforma el final a modo de final de serie de televisión. Lo siento. 

Cuando comencé en verano la lectura, Israel bombardeaba Gaza y una facción radical y extrema del Islam extendía su horror por Oriente. Hace años Israel bombardeaba Líbano, Egipto o Siria y el terror estaba en Argelia, Irán, Iraq o Yemen. Por eso pensé que esta historia merece ese marco, un marco intemporal en un país innominado que parece vivir un atisbo de paz. Oriente es tierra de sutilezas, de complicaciones bizantinas en las que es fácil perderse, y yo no soy un experto en ellas. Mi visión de esta tierra no es, seguro que no lo es, la más certera. Pienso en leyendas, en historias de cruzados, en Saladino, en los Omeyas. Y mi vil incultura que yo creo moderada por la lectura de libros y cómics sobre Irán, Palestina, Siria, Turquía, Egipto, Líbano o Afganistán, demuestra que estoy convirtiendo en un todo a una pléyade de naciones y de culturas. Y mi fatalidad, o mi incultura, me hacen pensar que dentro de diez años, con distintos escenarios, Israel bombardeará algún territorio y el terror fanático nos atemorizará a todos. 

Desnortado. Esnortao. Aquí, en Andalucía se usa esta palabra como sinónimo de tonto, es posible que venga de despistado, es decir el que no encuentra la pista, la huella, el camino. Así entendí yo el título, referido a gente que se encuentra sin rumbo. Se me ocurrió, sin embargo, que se trata de gente que ha perdido "su Oriente", de exiliados, de extranjeros en el país en el que viven y de extranjeros en el país al que vuelven. Pero no solo son desorientados los que se fueron, los que permanecieron en su país perdieron, y cambiaron, el país en el que vivieron, pues si, este país que nunca nombra el escritor, ha sobrevivido a las guerras, su verdadero país, el interior, el que forman sus familias, sus amigos, sus vivencias y sus costumbres, hace años que quedó atrás.

El escritor nombra protagonista a un cuarentón, que vive y revive una historia perfecta; vuelve a su tierra, se reconcilia con sus recuerdos, cierra las historias con los amigos que dejó atrás, vive la pasión que nunca supo reclamar, y disfruta de una posición acomodada y privilegiada. Es como el sueño de un niño de cuarenta años. Quizás contado así, parece un personaje egocéntrico que poco puede gustar. Si alguno ha sufrido alguna vez un golpe muy fuerte sabe que, al principio, no duele, no se siente nada, y solo poco a poco, cuando se empieza a desentumecer la zona, empieza ese dolor como de agujas que se convierte en un dolor continuo e insoportable. Así entiendo yo el proceso de Adam. Un despertar, una catarsis, hasta un sortilegio. Hacia un punto en el que Adam no es nadie sino todos los amigos que fueron, todas las vidas que se cruzaron en él, y que, poco a poco, van llenando el vacío del exiliado, ocupando el hueco que él no dejó que terminaran de ocupar.  

Mi turbación no consistió en que sienta que tengo deudas con el pasado, no. Hay cosas, temas, asuntos, personas, actitudes, momentos, que se han cerrado mal o en falso. Claro, las hay seguro en la vida de todos. Pero no tengo esas deudas con lo ocurrido, no tengo esas necesidades y he aprendido, o lo he intentado, a no dar la vuelta al pretérito, sino a caminar hacia adelante; aunque me pueda esperar en una curva la guadaña de la maldita muerte; pero he aprendido que así soy, con carencias, con defectos. Con afectos.

Lo que más me turbó fue la búsqueda de los antiguos amigos, el encuentro con lo que son ahora, la convergencia en un punto actual de caminos que se separaron.Y es posible que sea porque veo que mi mujer se está reconciliando con sus raíces, que, por fin, abre los ojos hacia el futuro sin renunciar a lo forjado con antelación y yo he sentido la necesidad de pensar en qué mimbres empecé a trenzar que merezcan la pena ser retomados. Y eso me conduce a los amigos de Córdoba, estos a los que el tiempo ha agrandado y unido a una época llena de cambios, llena de ilusiones y de miedos, los compañeros de estación cuando estábamos a punto de coger distintos trenes; a algunos de los amigos de los primeros años en Sevilla, esos años duros, interminables, desazonadores, desesperanzadores; a uno de los amigos que conocí en la playa y que se convirtió en compañero de charlas y de anhelos, de coloquios sobre libros, y sobre las mujeres; a otros de los que por el trabajo conocí y trascendieron más allá del horario compartido. Todos tienen nombre, todos saben quiénes son.  

Sentí, leyéndolo, que no quería dormir, que necesitaba el cuento de Sherezade, las historias refinadas y cultas de aquellos a los que Maalouf convierte en sus instrumentos, en la fantasía de un cuarentón que jamás fue feliz, que, quizás, jamás acabe la biografía de Atila.  

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