sábado, 7 de febrero de 2015

EL PODER DE UNA CANCIÓN.

Una mañana de sábado, con frío, con recuerdos.

Fue el domingo pasado cuando volvían a reponer la historia de la familia Von Trapp, película que habré visto incontables veces. Esta vez solo llegué al final. Al momento en el que el capitán de marina entona Edelweiss, y emocionado, pierde el resuello  y María continúa la canción. En un segundo el auditorio, casi por completo, canta con ellos. Un plano muestra la cara de los representantes nazis. Es innegable que están furiosos, pero no saben contra qué luchar. ¿Qué son esas notas? ¿qué son esas perturbaciones en el aire?. Un alemán, como se piensa que debe pensar un alemán, explicaría que son cambios de presión en el aire y una onda que se transmite por este medio. El sonido es solo eso, presión. Pero explíquele a la cruz gamada, al águila plateada, qué es entonces lo que inflama los corazones de los cantantes. 

No debe ser casualidad que contra el mal en estado puro, el ominoso y hermético, organizadísimo mal, los cineastas hayan recurrido a una canción. Quizás, si apuramos, a esa forma de canción que es el himno. Y frente a la rocosa tiniebla, algo perenne, permanente. Que lo es porque no es nada, es el momento y la emoción, que no está y está para siempre.

Tarde de sábado. Retrotraigámonos. Un viejo cineclub proyecta Casablanca, han cometido la osadía de repartir una crítica de la película. Y a mí, que llevo la idea preconcebida de la melodía de jazz al piano, Sam, me sorprende que se hable del himno francés. Sí, la secuencia en la que en un bar de existencia imposible, en una colonia sin identidad real, en un triángulo de amor aun más imposible, gentes, exiliados de varios países, entonen La Marsellesa parece surreal. Y es por eso, y por otras razones por las que se convierte en real, en posible, y por las que uno desea en ese momento ser de blanco y negro y cantar contra el nazismo en el café de Rick.

También el viejo John Houston recogió el testigo de La Marsellesa. Fue en el Parque de los Príncipes, y si bien lo que contaba la película había ocurrido en Ucrania, y si bien jamás tuvo aquel final feliz, que levante la mano el que no se emocionara cuando el público canta el himno de la revolución francesa ante el penalti final. "Victuar". "Victuar". 

El cine ha tomado mil canciones y son fundamentales para la historia. Yo he visto muchas de ellas, y habrá más en las que una canción enardece corazones y simboliza al pueblo contra el mal, se me ocurren películas como El Siciliano, Doctor Zhivago, El Arpa Birmana, Missing. Pero la memoria es traidora y selectiva y hoy me ha traído solo las cintas de las que he hablado. Porque a la canción se unen vivencias, momentos, sentimientos y a mí, hoy, me ha tocado derivar hacia ahí. Porque no quiero hablar de canciones fuera del cine. Por no recordar otras cosas. Por no tener, como aprendí ayer, revivencias. 

Por eso le pido que imagine Casablanca o Evasión o Victoria, o Sonrisas y Lágrimas sin La Marsellesa o sin Edelweiss.  Imagine.

Y si las canciones que he contado hablan de lucha, cambiemos de registro. Vayamos al final de Senderos de Gloria. Créase Kirk Douglas, créase un capitán, créase un abogado que ha luchado por salvar la vida a unos hombres que ya estaban condenados de antemano. Piense en el frío, en el barro, en las ratas, en el miedo a las bombas, a los cañonazos, al tifus, al gas mostaza. A la bayoneta del enemigo que espera. Discurra en por qué debe estar usted aquí. Y si Cyrano recurría al pífano, a las montañas gasconas, a los riachuelos y las lindas pastoras para recordar a cada mosquetero por lo que debía luchar, imagine que a su espalda, a la de usted que es en este momento el mosquetero, una serie de generales y mariscales de campo comen pulardas en aristocráticos salones, beben vinos de la región meridional a la que no llega la guerra y duermen en blandas camas y suaves sábanas, quién sabe si con pastoras, o pastores. Y vea en ese momento a la tabernera, alemana, llorosa, que debe cantar ante ustedes, los bárbaros que están en esta guerra, los que han excavado una trinchera sobre la tierra en la que ella y su familia cultivaban y enterraban a sus muertos. Y escuche esa canción, en un idioma que no conoce, con una voz que es débil. Y sutil. Y observe a los viejos patanes, a los malolientes soldados bajar la mirada y centrarla en el vaso. 

Y medite sobre si no es esta canción la que le hace pensar qué sentido tiene esta guerra, qué sentido tienen las muertes. 


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