lunes, 22 de junio de 2015

EL OBSERVATORIO.

Aquel ser diminuto que golpeaba la lente desde el otro lado, repetía una y otra vez, el error tiene que estar aquí, el error tiene que estar aquí. El astrofísico responsable de las instalaciones, pequeño, reconcentrado, no podía creer lo que el potente telescopio que manejaba les mostraba, una nueva formación, una imagen oscura, ahusada, enmarañada. Para entenderlo tendría que haber supervisado con más cuidado al becario español, quien había trocado las coordenadas de la constelación de Orión por las de la ventana de la mujer que amaba y quien había convertido su bello pubis en la nebulosa que escudriñaban. 

OTRO MUNDO.

Aquel ser diminuto que golpeaba la lente desde el otro lado me causaba una tristeza infinita. Había algo en su aspecto ridículo y en sus pantalones de campana que me recordaba a mí mismo. O quizás fuera la angustia con la que imploraba a quien quiera que él creyera al otro extremo del engendro óptico que lo observaba. Tomé una decisión, soplé sobre la placa que estudiaba con el microscopio electrónico, y entonces supe, que tiempo después, alguien en aquellas extrañas y diminutas esferas que examinaba, escribiría una historia sobre el tiempo en que un dios se les manifestó y los castigó con el huracán universal.

jueves, 4 de junio de 2015

TOPÓNIMOS.

Salió, sigilosa, a estirar las piernas. Miró al horizonte, hacia donde el sol habría de caer, y emprendió la marcha. A su marido le gustaba pensar que si nunca regresó fue porque encontró el caldero de oro junto al comienzo del arcoiris y que, allí, ella le esperaría hasta que él venciera su cobardía y tomara el mismo camino. Le habrían bastado una mirada al barranco, o indagar un poco sobre aquellos buitres, para descubrir por qué se llamaba aquel paraje el despeñadero.