martes, 22 de septiembre de 2015

LA REDACCIÓN.

PRÓLOGO

La simpleza, mala calidad o vulgaridad de lo que escribo, incluso la ligereza o rapidez con la que lo hago no me preparan para determinados comentarios acerca de mis textos. He agradecido que alguien los lea y encuentre errores, ya sean gramaticales, ortográficos, de concepto o de bulto. De veras, es algo que puede escocer en la vergüenza personal, en la incultura de quien escribe o en la inconsistencia de lo que se quiere decir o contar. Uno se imagina que, como en toda actividad, el error es algo inherente al hecho de hacer. Y no me gusta equivocarme; me cuesta mucho admitir o reconocer estar errado; incluso, admitir que algún principio o alguna premisa que tomo como fundamental y cierta, no lo es. Pero todo eso lo admito, aunque desmorone como un castillo de naipes esta ficción, y afición, que es escribir.

Pero hay varias cosas que me cuesta superar, si alguna vez las supero y no me dejan pillado. A saber, son los trolls, los indolentes y los tertulianos. Estas categorías que marco son categorías propias, que no pretendo universalizar y que no serán originales, pero me que valen para contar lo que quiero.

Los trolls hacen daño, porque ni hablan de lo que leen, ni les interesa leer, ni la idea, se quedan con una anécdota con la que encuentran un filón si se contesta, hacen como si se indignaran, te indignan, te matan. Lo mejor es no contestarles, no hablarles, no alimentarlos.

Entre los indolentes figuran muchas de las personas que conozco, ellos no leen, no escriben, pero critican. Pero no como dije antes señalando un error, una confusión, una metedura de pata, discrepancia; no, son personas que dicen que les resulta muy aburrido empezar a leer, que les da pereza, y te hablan como si, en otro momento, ellos fueran a escribir y lo hicieran como Cervantes. Esta gente es dañina, puede que los que más, porque te dejan a la altura de una alpargata, sin que ellos por dejadez, sobrevenida por su incapacidad, sean capaces ni tan siquiera de mover un dedo.

Y los tertulianos, los que hablan de ti como si hubieras escrito una crónica pública, los que no saben dar el valor exacto a lo que haces, los que te hablan de tu redacción o te dicen, redactas bien. Miren ustedes, no redacto, escribo. En mi trabajo redacto, informes, resúmenes, memorandos, proyectos. En mi blog, en mis cuadernos, en mis diarios, escribo. Y la diferencia está en el acto de confesión pública e íntima a la que uno se somete al escribir. En eso que algún amigo, alguna vez, denominó "desnudar el alma en el hipódromo". 

EL TEXTO

La mirada con perspectiva sobre uno mismo muestra algo; todo, todo, todo lo hace uno de la misma forma. El carácter se imprime en cada aspecto de la vida de uno, y en sus pasiones, en sus aficiones. Tal y como desarrollo la escritura es tal y como, por poner un ejemplo, me dedico a un deporte. No me va la vida en ello, pero lo he incorporado a mi vida; no me importan los objetivos, pero quiero hacerlo bien, y si puede ser, mejor; porque no siento que haga nada extraordinario, pero tampoco me gusta que se vulgarice; porque no busco reconocimiento, pero me gusta hacer algo de lo que no me avergüence, que pueda mostrar a mi familia, a mis amigos; porque más allá de mis amigos, de mi círculo íntimo, de mi pareja, no sé si me gustaría que se extendiera lo que digo, lo que hago, lo que escribo. Que es, al fin y al cabo, lo que siento, lo que vivo.

Y me gusta jugar, cambiar las normas, hacer prólogos más largos que lo que cuento, porque no es redactar, no es hacer gimnasia. Se trata de otra cosa, de correr, de escribir, de amar, de vivir.

EPÍLOGO

Si me entiendes es que eres Inma, y te casaste conmigo, y me amas, y me soportas. Porque yo sé que me casé contigo y te amo. Y no continúa la serie porque I like the way you do the things you do




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