Si el Creador hubiera sido la
Creadora, el toque de color estridente de este mundo habría sido
atemperado. En la paleta de colores de Nuestra Señora habría habido
muchas más tonalidades de las que hay ahora, y esos colores que llevan
adjetivo, verde botella o verde pistacho, azul cielo o azul de Prusia,
habrían tenido su propio nombre. En ese supuesto, es posible que la
Creadora pensara que los glóbulos rojos no deberían tener ese color y
que mejor dejarlos en un tono rosa, mezclando parte de su rojo con el
blanco.
Se
podría pensar eso, o que ya que se van a poner glóbulos en la sangre,
para qué poner dos; mejor poner solo unos pero que tengan dos funciones.
Porque, y esto es sabido, las mujeres tienen capacidades distintas a
los hombres, pueden hacer varias cosas a la vez, y hacerlas bien, además
de mostrar muy poca tendencia a la épica y el heroismo trasnochado del
que sí hacemos gala los hombres.
Por
explicarlo un poco mejor, los glóbulos rosas de la Creadora, a la vez
que transportaran oxígeno irían mirando si por ahí hay algún extraño al
que sacar de inmediato, pelearse con él y proteger a los suyos, y si se
apuran, arropar a esa celulita que duerme destapada. Y no se me ocurre
pensar en una mejor imagen de las mujeres de ayer, las que vistieron una
camiseta rosa e inundaron la ciudad. Son ellas las que llevan el
oxígeno que a todos nos alimenta, ya sea el verdadero, el del amor y el
del cariño, o las que nos cuidan de mil y una formas. Son estas mujeres
las que nos curan, nos protegen, nos aúpan; las que nos mantienen. Y
solo ellas son capaces de hacer esto sin darle importancia, llevando a
los niños de la mano, tirando de ellos, con la tirita o la botella de
agua por si acaso, cantando a la vez, corriendo y luchando contra el
mundo. Si hubieran sido hombres ya se habrían escrito mil y una
epopeyas.
Un
cáncer es una putada. Un cáncer es, además, una putada que crece de
forma silenciosa: se instala en la vida de quien lo sufre, en su
familia, en la vida íntima, en los miedos y en las preocupaciones de él o
ella, de su pareja, de sus hijas, de sus amigas. Y jamás se va de
vacío, o se lleva un trozo de ti, o te lleva entero, o te deja un hueco
irrellenable de otra cosa que no sea miedo. Contra ese silencio, contra
la falta de financiación para estudiar a fondo a ese mal bicho, para
conseguir lo necesario para ayudar a los que lo sufren, se conjuraron
ayer las mujeres en Sevilla. Ellas, capaces de dar vida, capaces de
mantenerla a salvo, llevan la mayor parte del peso en la lucha contra la
enfermedad, son la columna vertebral de las familias cuando aparece,
son pacientes ejemplares cuando les toca, mirándola cara a cara, muchas
veces sin darle importancia, llevando a los niños de la mano, tirando de
ellos, con la tirita o la botella de agua por si acaso, cantando a la
vez, luchando contra el mundo; si fueran hombres pedirían la escritura
de mil y una epopeyas. (Sí, has leído esto antes, es que es cierto para
casi todo).
Ayer,
ellas, vestidas de glóbulos rosas, dieron una lección. Para ganar no es
necesario competir, ni convertir cada acto reivindicativo y festivo en
un torneo; ganó la madre que corrió junto a su hija, ambas con el coraje
y el orgullo de saber que, juntas, nada las parará; ganó la amiga que
cogió a la hija de su amiga de la mano, ganó la hija de su amiga, que
venció el cansancio y corrió; fueron Carmen e Inma, Nieves y Marta;
ganaron mujeres que no conocía, otras que sí, mostrando que no son una
marea que viene y se va, sino una corriente que fluye, que está ahí,
presente, permanente.
Quizás
nadie se diera cuenta, pero llegó un momento en el que las primeras
alcanzaron a las que aun no habían salido; de alguna manera cerraron un
anillo, un circuito. Y de esa forma la imagen de que ellas forman el
sistema circulatorio de la vida, de que son glóbulos multifuncionales,
me quedó clara, nítida. Pero eso siempre lo he sabido.
Y está claro, si el Creador hubiera sido la Creadora, jamás se habría escrito: "Y al séptimo día descansó".