martes, 17 de noviembre de 2015

EN EL NOMBRE DE...

DIOS.

El frío de la sierra es incombatible, el viento que ulula entre los olivos agrestes, entre los alcornoques o las encinas, arrastra parte de la rabia de estos árboles, incluso la maldad de algunos tarajes y hace inútiles los trapos que envuelven la carne. Si estos trapos, además, han asistido a varios combates entre la milicia y el ejército, a duras penas los han sobrevivido, llevan sobre sí el olor del miedo y de la muerte, el roce con la piedra y el terrón, poco habrán de hacer para contener el frío. Eso, por no pensar en las tristes alpargatas que cubren, siendo generosos en el significado del verbo cubrir, los pies encallecidos y llenos de sabañones.

Pero el temblor no es de frío. Mientras el cura, vestido de paño negro, este sí más grueso, más recio, protector, va sermoneando con atiplada voz de cinematógrafo, y va indicando que pronto se enfrentarán al Creador los que mancillaron su nombre, los que lo insultaron, este hombre de camisa gris, que otrora quiso ser blanca, piensa en el ayer. Recuerda el día en el que le dijeron, ahora eres libre, ni trabajarás para el señorito, ni servirás al cura, y el guardia civil trabajará para protegerte. Y no lo quiso creer, pero al tiempo llegó un maestro al pueblo, y enseñó cosas de las que jamás hubo oído; y habló de lugares en los que el hombre había conseguido echar a los reyes y a los capataces, y en los que los trabajadores tenían derecho a un sueldo, y a una casa, y a una familia, y a pensar, y a soñar. Y los domingos soñó con que hubiera baile y en llevar allí a su novia, a la que pediría que fuera sin la necesidad de hablar con padre alguno, a la que besaría sin pensar en nada más en que si ella consentiría el beso, con la que yacería, amor mediante, sin pasar por iglesia alguna que le diera permiso.

Porque jamás entendió que, a la misma vez, le hablaran de Dios y del infierno, de la pobreza de Cristo y de la bondad de la duquesa, de la igualdad de los hombres y del sometimiento a los ricos y a la Iglesia, de la castidad y del ayuno mientras el cura merienda, cual buen cura, chocolate y picatostes servidos por esa hermana que tan poco se le parece y a la que todavía no se le conoce habitación propia en la casa del clérigo. Porque jamás este hombre entendió que Cristo lo hubiera salvado de nada, pues él vivía en la pobreza de la que no le había rescatado, en la miseria y en la inmundicia como otro puerco de la dehesa más, en el hambre que lo devoraba como una serpiente interior.

Siempre se consideró un buen hombre, como había oído decir al maestro en unos versos, un hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno. Si ha matado, ha sido en esta guerra, frente a frente, fusil frente a fusil; nunca ha robado nada, pues si mató un conejo, o cogió un zorzal con las trampas, fue para alimentarse, para calmar la desazón de días sin pan; si deseó algún mal fue a los que le hacían el mal, a los que le trataron como un perro, dejándole sus sobras en una espuerta; si pegó al cura fue cuando este quiso manosear a su novia.

Ahora escucha los latinajos de este cura, el mismo al que abofeteó, el mismo que el día que quemaron la iglesia proclamaba delante de él y del resto de milicianos que están con él en esta fila, que se había convertido en el compañero Millán, que había que quemar los santos, acabar con la iconoclastia, con las imágenes, con Roma.

Y es en este domingo, de día, antes de la misa de doce, cuando han decidido fusilarlos. Como escarmiento, dicen. Para callarlos, piensa él. Y el cura levanta el hisopo y les dice, arrepentíos, vais a morir por ofender a Dios, a la Virgen, por enfrentaros a esta Cruzada, por permitir que el comunismo entrara en nuestro pueblo, ¡el comunismo, ese demonio rojo!, arrepentíos, pecadores, arded en el infierno. Y este domingo, el hombre olvida que le han cortado la lengua, que no puede ni hablar, ni arrepentirse en pública confesión, como le piden, que es mejor usar sus recuerdos para rememorar el día en que se sintió libre, cuando llevó a su mujer a una casa y le dijo, mujer, esta es tu casa, mujer, esta es mi casa, si quieres, tú y yo, viviremos aquí, juntos, de igual a igual, solos, sin ataduras a hombres, a papeles o a dioses, sin crucifijos, ni santos, ni reyes, y el momento en el que un beso selló la unión de ambos, y escuece la boca, escuecen los labios, no por las amputaciones y laceraciones del cuchillo rifeño, sino por la absoluta certeza de que no habrá más besos, más momentos de libertad.

Y el tránsito es como si se hubiera detenido el tiempo, como si el reloj hubiera marchado al ritmo de la eternidad, y los disparos de fusil revientan como flores grises en sus cañones; no pasan por la mente de este hombre más momentos de su vida, no hay más secuencia que recordar, se abren ante él las puertas, ya no del infierno, ya no de la eternidad, sino las negras puertas del olvido, las de la fosa común y la cal viva en la cuneta de alguna carretera, en donde serán, por la gracia de Dios, escondidos sus huesos.