Subir de nuevo a la habitación, en eso es en lo único que piensa el Presidente. En ella aguardan el tablero de ajedrez y las piezas blancas y negras que se han dispuesto unas frente a otras, desperdigadas en un equilibrio metaestable, ansiosas por comenzar la batalla.
Este jugador tiene la exigua ventaja de jugar con blancas, y solo cuando el Coordinador de este juego se lo ha indicado, ha adelantado uno de los peones. Y ha esperado.
Ya esperó en otras partidas, con fortuna aguantó hasta el final sin hacer nada; con la complacencia de malos árbitros y malos jugadores firmó muchas tablas y las hizo pasar como victorias. Eran, por lo que se ve, otros tiempos...
Sobre esta partida el Presidente ha escuchado mucho, y cuenta con otra ventaja, sabe que van a intentar vencerle con el jaque mate del loco o con el mate del pastor, pues su rival no conoce otros.
Sin esperarlo, a bote pronto, han movido las fichas. Lo esperado, un avance del peón y de la Dama amenazan a su Rey. La defensa es fácil, solo hay que hacer algún sacrificio, mover las piezas y anular el ataque.
El Presidente permanece inane, aguarda a que algún soplo de viento derrumbe el ataque y firmen tablas. Eso se dice.
Alguien que lo conoce bien lo observa, y sabe qué es lo que ocurre. No sabe defender, no sabe lo que es el jaque del pastor, ni siquiera sabe jugar al ajedrez. Ni quiere.
Espera, eso sí, a que ese soplo de viento que esperan las piezas blancas para ser salvadas lo lleve a él a otro lugar. Pero tampoco sabe si acaso eso es lo que desea.